La careta “legal” del Régimen • Prólogo de Jose Mari Esparza al libro 'Consejo de guerra', de Ricardo Urrizola
En 1986 salió de la imprenta el libro Navarra 1936. De la Esperanza al Terror, editado por Altaffaylla, pionero en todo el Estado en la tarea de recuperar la memoria de las masacres de 1936. Acorde con el silencio impuesto en la Transición sobre el tema, en aquel entonces muchos de los archivos, incluso municipales, mantenían reticencias a abrir sus fondos a investigaciones de este tipo, por lo que hubo que recurrir a mil triquiñuelas, engaños incluso, para acceder a ellos. El testimonio oral fue una de las bases principales para la elaboración de los largos listados de represaliados navarros que, a lo largo de los años y en sucesivas ediciones, se han ido engrosando con nuevas investigaciones hasta acercarnos a cifras casi definitivas.
Además, durante estas tres décadas han sido muchos los historiadores que han tratado el tema desde numerosas miradas sectoriales, bien con monografías locales, biografías o aspectos concretos de la represión, como puede ser el Magisterio, el Fuerte San Cristóbal, los trabajadores forzados, los campos de concentración, las responsabilidades en la represión, el exilio o los muertos navarros en el Ejército de Euzkadi. La reciente creación del Fondo Documental de la Memoria Histórica en Navarra, fruto del acuerdo entre el Parlamento de Navarra y la Universidad Pública, y dirigido por el profesor Emilio Majuelo, ha supuesto la recogida, ordenación y divulgación de todo ese material y ha mantenido a Navarra como vanguardia en la recuperación de la memoria del franquismo.
La aprobación en 2007 de la Ley de Memoria Histórica, pese a sus notables carencias, facilitó la entrada en archivos militares. Era la pieza represiva que faltaba de analizar, precisamente la que debería haber sido más pública desde el fin de la dictadura franquista y el comienzo de la Transición. Al fin y al cabo, se trataba de los expedientes militares abiertos en Navarra a partir de 1936, guardados en instituciones oficiales y celados por funcionarios públicos, supuestamente al servicio de una sociedad que los demandaba para poder confiar en el régimen, digamos democrático, en el que vivíamos. La espera de 80 años para poder hacerlo, ha sido una muestra más de la rémora franquista que arrastramos.
Los archivos militares eran pues la pieza que faltaba para completar el cuadro definitivo de la represión en Navarra. Y una de las partes más fidedignas, dado el carácter exclusivamente documental de los datos, aunque, como veremos, precisen de una lectura entrelineada y abstracta.
Ricardo Urrizola ha dedicado varios años a vaciar el contenido del Archivo de la Comandancia Militar de Navarra y, en menor medida, lo relativo a Navarra en el Archivo Intermedio Militar Pirenaico de Barcelona y el Archivo Intermedio Militar Noroeste de El Ferrol. El resultado es este libro espectacular, que muestra la cara “legalista” de la barbarie cometida en Navarra contra los republicanos de izquierdas, contra nacionalistas vascos y contra toda la disidencia hacia el nuevo régimen.
Insistimos al lector que solo leyendo entrelíneas e imaginándose él mismo en aquellas situaciones kafkianas, podrá hacerse una idea aproximada de la realidad. Porque todo el libro es una continua mixtificación; una sucesión de falsedades que solo analizándolo en su conjunto y en su contexto, nos aproximará a la verdad.
La secuencia es casi siempre la misma: una situación de guerra, un ambiente de venganza exacerbado y un clima propicio para la delación, para señalar enemigos, para ganar puestos ante las nuevas autoridades supremas, para quitarse de encima los propios sambenitos. En ese marco se producen las detenciones, se inician los expedientes y los jueces instructores, militares por supuesto, toman declaraciones acusatorias a las autoridades, a los vecinos “de bien” o a la Guardia Civil, quienes las más de las veces endosan a los detenidos los cargos más exagerados, para llevarlos cuanto antes a inmisericordes consejos de guerra. Confidentes, vecinos mezquinos, arrepentidos reconvertidos en acusadores, mediocres con poder y testigos asustados completan la fauna humana que con sus dedos acusadores empujan a sus paisanos al paredón o al presidio. Se trataba de acusar, de lo que fuera, hasta de ser, como declaraba uno en Tudela, “responsable de la muerte de varios muchachos comunistas que fueron fusilados por sus ideas, inculcadas por él”. La España de Franco no fusilaba, y si lo hacía era por culpa de los camaradas de los fusilados, a los que también había que fusilar. Tragicómicos trabalenguas.
Frente a ellos, declaran los acusados. Estos saben que siguen vivos en medio de un mar de asesinados, que están en manos de verdugos sin piedad, que la guerra está perdida y que la única esperanza que tienen está en engañarles, en negar la evidencia, hacerse el tonto, el manipulado, renegar de ideologías punibles, convencerles de que no hizo nada, que no estuvo allí, que no pensaba así y, si alguna vez lo hizo, ahora estaba ya arrepentido y convertido a la Nueva España. Resulta triste la lectura de estas humillantes declaraciones autoexculpatorias en boca de reconocidos alcaldes y concejales republicanos, sindicalistas o líderes campesinos, pero hay que verlas como un último acto militante para seguir con vida y poder seguir soñando otro mundo mejor. El hecho de que la gran mayoría no caiga en la delación de otros compañeros indica que no estaban, ni muchos menos, internamente derrotados.
En ese continuo cruce de testimonios falseados y algunos, muy pocos, ecuánimes, puede uno hacerse idea aproximada de lo ocurrido. La brutalidad de las sentencias, que nada tienen de falsas, nos dará la justa medida de aquella realidad. El papel mesurado y humanista de algún abogado defensor, como el alférez y posterior escritor José María Iribarren, no mitiga el carácter brutal y esperpéntico de aquellos consejos de guerra.
Más incluso que en el libro Navarra 1936, destaca en este libro el carácter represor de la Guardia Civil y su papel fundamental en la consolidación del golpe en el territorio, sobre todo en las zonas más conflictivas. Papel muy diferente al del cuerpo de Carabineros, mayoritariamente leal a la República y que acabó con muchos de sus miembros al otro lado de la frontera. Tras la “limpia” inicial de su comandante Rodríguez Medel y varios arrestos, entre ellos el de Pablo Ardanaz natural de Arróniz y fusilado posteriormente, la Benemérita se dedicó a asegurar el triunfo golpista, a imponer las nuevas autoridades y a perseguir a los republicanos. Ellos producen los primeros muertos, informan sobre “suicidios”, extraen informaciones mediante coacciones, palizas y torturas y testifican sobre los “malhechores”, “extremistas del Frente Popular”, “dirigentes comunistas”, “individuos peligrosos”, “rojo separatistas” y “desafectos al Glorioso Movimiento”, lo que llevará a la muerte o a la cárcel a miles de navarros. Sobre todo es notable la inquina de la Guardia Civil cuando testifica sobre vecinos de pueblos que durante la República habían manifestado hostilidad al benemérito cuerpo y solicitado públicamente “que se fueran”. Pueblos por ello especialmente reprimidos, como Peralta, Lodosa, Sartaguda, Buñuel, Carcastillo o Fitero.
Lo arbitrario y excepcional de aquellos consejos de guerra queda patente cuando se analizan las sentencias a lo largo de los primeros cuatro años de franquismo: si no eran fusilados al momento, podían tener una condena a perpetuidad, que entonces suponía los 30 años de cárcel. Sin embargo, casi todas estas condenas fueron revisadas y rebajadas considerablemente. Y a partir de julio de 1940, los condenados a menos de 6 años podían cumplir condena en sus casas. El ujuetarra Jacinto Ochoa fue el preso de todo el Estado que más tiempo estuvo en las cárceles franquistas, 26 años y 9 meses, pero con continuas sentencias por reincidencias, incluso guerrilleras. Es triste llegar a la conclusión de que la política carcelaria del franquismo fue menos cruel que la que estamos viviendo en la “democracia”.
Con buen criterio y por razón de espacio, Urrizola ha seleccionado especialmente aquellos consejos de guerra que acabaron en sentencias represivas contra miembros del bando republicano y sus círculos de solidaridad. Aunque en este libro se reflejan algunos, se han dejado fuera muchos encontronazos dentro del propio “régimen”: riñas entre militares borrachos, escándalos en casas de lenocinio, robos de material militar, accidentes con armas de fuego y, sobre todo, enfrentamientos entre falangistas, legionarios, guardias civiles y militares contra carlistas y requetés, antes y después del Decreto de Unificación. Enfrentamientos que se dieron en muchos pueblos y con una virulencia tal que suponía descrédito para la España Una y Grande, e inseguridad para la retaguardia navarra, de ahí la benevolencia de las sentencias (leves arrestos, amonestaciones, traslados) por excusar males mayores.
También han quedado fuera los numerosos expedientes y consejos de guerra contra “voluntarios” del bando franquista, sobre todo requetés, que desertaban o simplemente regresaban a sus casas a continuar sus tareas, entendiendo que tenían tanto derecho para ir al frente voluntariamente como para volver.
Las sentencias más graves son las derivadas de las detenciones de los primeros momentos, cuando en muchos pueblos se plantea una defensa, en ocasiones armada, de la República. De la lectura de los expedientes se desprende cómo se vivió la situación en cada localidad, las tensas y apresuradas reuniones, la búsqueda de armas, la formación de piquetes y controles, las dudas iniciales sobre el qué hacer, la búsqueda de noticias y de consignas, las primeras fugas y los primeros escondites, que algunos de los cuales durarán años.
De estas primeras resistencias salen los primeros detenidos, en general gente comprometida y audaz, dándose la paradoja que para muchos esta temprana detención, y la apertura del consiguiente consejo de guerra, supuso librarse de los asesinatos en masa que se producirían unas semanas más tarde. Las condenas perpetuas iniciales fueron luego rebajadas y rara vez sobrepasaron los ocho o diez años de cárcel.
Durante la guerra, los juicios militares persiguen sobre todo la solidaridad con los fugados, los grupos de mugalaris que cruzan a la parte francesa, los delitos de opinión contra el nuevo régimen y las continuas deserciones y fugas que se producen tanto de los batallones de trabajo como de las unidades militarizadas. Mención aparte merecen los consejos de guerra tras la fuga del Fuerte San Cristóbal, en mayo de 1938, que llevaron al paredón a 14 prisioneros, mientras que sin juicio alguno mataron a 211, fugitivos por los montes. Singular desproporción entre lo “legal” y lo “descontrolado”, muy similar a lo que se había dado en todo Navarra.
Finalmente, al ir acabándose la guerra son centenares los navarros hechos prisioneros en las últimas bolsas republicanas y obligados a presentarse a las autoridades militares de Navarra. Eran parte de los miles, sobre todo de zonas fronterizas, que habían pasado a Iparralde, a Gipuzkoa o a otros frentes leales a la República. Y otros que, movilizados por la quinta o las milicias franquistas, se pasaron al otro bando en cuanto tuvieron coyuntura. También aparecen los que han estado escondidos durante toda la guerra o los que regresan del exilio creyendo que ha pasado lo peor. Dentro de su dureza, en general, tuvieron sentencias más benévolas que los detenidos los primeros meses.
De la lectura de este libro se deduce la hipocresía y la falsa moral del nuevo régimen, que guardaba las formas “legales”, aunque fueran dentro de la estricta disciplina militar, mientras permitían y alentaban que las cunetas navarras se convirtieran en improvisados cementerios. La puesta en libertad de muchos detenidos en el Fuerte para ser inmediatamente fusilados después, es la mejor muestra de esa coordinación entre el lado “legal” del régimen y su aspecto más salvaje. Dos caras de la misma moneda fascista.
De ese lado “legal”, e igualmente criminal, trata este libro.
Jose Mari Esparza Zabalegi, editor, miembro de Altaffaylla
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