La Revolución rusa, tal y como John Reed la vio | Prólogo a 'Diez días que estremecieron al mundo'
La de John Reed es la crónica por excelencia de la Revolución rusa, un relato conmovedor y detallado de las jornadas en las que los bolcheviques consiguieron el poder del Estado para ponerlo en manos de los Sóviets. "Sentía ciertas afinidades, no fui neutral respecto a estos sucesos. Pero, al relatar la historia de aquellos grandes días, he intentado estudiar los acontecimientos con el enfoque de un reportero concienzudo, interesado en hacer constar la verdad". En las siguientes líneas, el prólogo del propio Reed a Diez días que estremecieron al mundo.
Este libro es un trozo condensado de historia tal y como yo la vi. No pretende ser más que un detallado relato de la Revolución de Noviembre en la que los bolcheviques, al frente de obreros y soldados, conquistaron el poder del Estado en Rusia y lo entregaron a los sóviets.
Naturalmente, una gran parte del libro está dedicada al «Petrogrado Rojo», capital y corazón del levantamiento. Pero el lector debe tener presente que todo lo sucedido en Petrogrado, aunque con distinta intensidad y a intervalos diferentes, se repitió en casi toda Rusia.
En este libro, el primero de la serie en la que trabajo, tendré que limitarme a registrar los acontecimientos que yo vi y viví personalmente o que han sido confirmados por testimonios fidedignos; va precedido de dos capítulos que describen brevemente la situación y las causas de la Revolución de Noviembre. Comprendo que no será fácil leer estos capítulos, pero son verdaderamente esenciales para comprender lo que va a continuación.
Al lector, como es lógico, le surgirán muchas preguntas. ¿Qué es el bolchevismo? ¿Qué tipo de estructura gubernamental crearon los bolcheviques? Si antes de la Revolución de Noviembre lucharon por la Asamblea Constituyente, ¿por qué luego la disolvieron por la fuerza de las armas? Y si la burguesía se oponía a la Asamblea Constituyente hasta que el peligro bolchevique se hizo evidente, ¿por qué más tarde se convirtió en su adalid?
A estas y otras muchas preguntas no puede darse respuesta aquí. En otro volumen, De Kornílov a Brest‑Litovsk, trazo el curso de la revolución hasta el fin de la paz con Alemania. Allí muestro el origen y las funciones de las organizaciones revolucionarias, la evolución de los sentimientos del pueblo, la disolución de la Asamblea Constituyente, la estructura del Estado soviético y el curso y los resultados de las negociaciones de Brest‑Litovsk.
Al examinar la creciente popularidad de los bolcheviques, es necesario comprender que el hundimiento de la vida económica y del Ejército ruso no se consumó el 7 de noviembre (25 de octubre) de 1917, sino muchos meses antes, como consecuencia inevitable y lógica del proceso iniciado ya en 1915. Los reaccionarios venales, que tenían en sus manos la Corte del zar, llevaban las cosas deliberadamente hacia la derrota de Rusia con el fin de preparar una paz con Alemania por separado. Hoy sabemos que la escasez de armamento en el frente, que provocó una catastrófica retirada en verano de 1915, la insuficiencia de víveres en el Ejército y en las grandes ciudades y el desbarajuste en la industria y el transporte en 1916, formaban parte de una gigantesca campaña de sabotaje interrumpida por la Revolución de Marzo en el momento decisivo.
Durante los primeros meses del nuevo régimen, tanto la situación interior del país como la capacidad combativa de su Ejército mejoraron indudablemente, pese a la confusión propia de una gran revolución, que había liberado de forma inesperada a los ciento sesenta millones de personas que formaban el pueblo más oprimido del mundo.
Pero la luna de miel duró poco. Las clases privilegiadas querían una revolución política que se limitase a despojar del poder al zar y entregárselo a ellas. Querían que Rusia fuese una república constitucional, como Francia o Estados Unidos, o una monarquía constitucional, como Inglaterra. Las masas populares, en cambio, deseaban una auténtica democracia obrera y campesina.
En su libro Mensaje de Rusia, un ensayo sobre la Revolución del año 1905, William English Walling hace una magnífica descripción de la situación moral de los obreros rusos, que más tarde se pusieron casi unánimemente al lado del bolchevismo:
Ellos [los obreros] veían que incluso con el Gobierno más libre, si se encontraba en manos de otras clases sociales, posiblemente tendrían que seguir sufriendo hambre...
El obrero ruso es revolucionario, pero no es un bruto, no es un dogmático ni está privado de razón. Está dispuesto a pelear en las barricadas, pero las ha estudiado y –el único entre los obreros de todo el mundo– las ha estudiado en su propia experiencia. Está dispuesto y arde en deseos de luchar contra su opresor, la clase capitalista, hasta el fin. Pero no olvida la existencia de otras clases. Solo exige de ellas que en el temible conflicto que se avecina se sitúen a uno u otro lado...
Todos ellos [los obreros] coinciden en que nuestras instituciones políticas [estadounidenses] son preferibles a las suyas, pero no ansían de ningún modo cambiar a un déspota por otro [es decir, por la clase capitalista].
Si los obreros de Rusia sufrieron fusilamientos y ejecuciones a centenares en Moscú, Riga y Odesa, reclusiones a millares en cada cárcel rusa y deportaciones a los desiertos y regiones árticas, no fue en aras de los dudosos privilegios de los obreros de Goldfields y Cripple Creek...
He ahí por qué en Rusia, estando en su apogeo la guerra exterior, la revolución política se transformó en revolución social, que encontró su máxima culminación en el triunfo del bolchevismo.
En su libro El nacimiento de la democracia rusa, A. J. Sack, director del Buró de Información Ruso en Estados Unidos, hostil al Gobierno soviético, dice lo siguiente:
Los bolcheviques formaron su propio gabinete con Vladimir Lenin como primer ministro y Leon Trotsky como ministro de Asuntos Exteriores. La inevitabilidad de su llegada al poder se hizo evidente casi inmediatamente después de la Revolución de Marzo. La historia de los bolcheviques después de la revolución es la historia de su incesante crecimiento.
Los extranjeros, y especialmente los estadounidenses, subrayan con frecuencia la «ignorancia» de los obreros rusos. Es cierto que les falta la experiencia política de los pueblos occidentales, pero, en cambio, han cursado una escuela magnífica en sus asociaciones voluntarias. En 1917, las sociedades rusas de consumidores (cooperativas) contaban con más de doce millones de afiliados, y los propios sóviets son una manifestación portentosa del genio organizador de las masas trabajadoras rusas. Es más, probablemente no haya ningún pueblo en todo el mundo que haya estudiado tan bien la teoría socialista y su aplicación práctica.
He aquí cómo define a estos hombres William English Walling:
La mayoría de los obreros rusos sabe leer y escribir. El país lleva tantos años en semejante estado de efervescencia que han podido ser liderados no solo por grandes hombres en sus propios campos, sino también por la mayor parte de la clase formada y revolucionaria de la sociedad, que se puso del lado de la clase obrera con sus ideales de regeneración política y social de Rusia...
Muchos autores explican su hostilidad hacia el régimen soviético alegando que la última fase de la Revolución rusa fue simplemente una lucha de los elementos «de orden» de la sociedad contra las crueldades de los bolcheviques. Pero, en realidad, fueron precisamente las clases privilegiadas las que, al ver cómo crecía el poderío de las organizaciones revolucionarias populares, decidieron aplastarlas y detener la revolución. Para ello, la burguesía acabó recurriendo a medidas desesperadas. Desestabilizó el Ministerio de Kérenski y los sóviets desorganizando el transporte y provocando desórdenes internos; aplastó los comités de empresa cerrando las fábricas y escondiendo el combustible y las materias primas; acabó con los comités del Ejército restableciendo la pena de muerte y consintiendo el derrotismo en el frente.
Todo esto impulsó con fuerza el fuego bolchevique. Los bolcheviques respondieron predicando la lucha de clases y proclamando los sóviets como máxima autoridad.
Entre estas dos tendencias extremas había grupos que las sostenían total o parcialmente, como los mencheviques, llamados socialistas «moderados», los socialistas‑revolucionarios y algunos otros pequeños partidos. Estos grupos sufrían también los ataques de las clases privilegiadas, pero la fuerza de su resistencia se quebrantaba por sus propias teorías.
En general, los mencheviques y socialistas‑revolucionarios creían que Rusia no estaba madura económicamente para la revolución social, que solo era posible una revolución política. Según su interpretación, las masas rusas no estaban lo suficientemente preparadas para tener el poder en sus manos; cualquier intento de ello provocaría una reacción inevitable, y algún que otro oportunista sin escrúpulos aprovecharía entonces para restaurar el viejo régimen. Por este motivo, cuando los socialistas «moderados» se vieron forzados a asumir el poder tuvieron miedo de utilizarlo.
Creían que Rusia debía pasar por las mismas fases de desarrollo político y económico que Europa Occidental y solo después de eso, junto con el resto del mundo, alcanzarían el socialismo pleno. Por tanto, es natural que compartieran con las clases privilegiadas la idea de que Rusia debía ser ante todo un Estado parlamentario, aunque con ciertas diferencias en comparación con las democracias occidentales. En consecuencia, insistían en la participación de las clases privilegiadas en el Gobierno.
De ahí a apoyarlas había solo un paso. Los socialistas «moderados» necesitaban a la burguesía, pero la burguesía no necesitaba a los socialistas «moderados». De este modo, los ministros socialistas se vieron obligados a retroceder poco a poco en todos los puntos de su programa mientras los representantes de las clases privilegiadas iban ganando cada vez más terreno.
Y, a fin de cuentas, cuando los bolcheviques rompieron todos esos compromisos vacíos, los mencheviques y los socialistas‑revolucionarios se encontraron luchando en el mismo bando que la burguesía... Actualmente, en casi todos los países puede observarse el mismo fenómeno.
Los bolcheviques, a mi modo de ver, no son una fuerza destructora, sino el único partido en Rusia que cuenta con un programa constructivo y suficiente poder para llevarlo a la práctica. Si en aquel momento no hubiesen logrado mantenerse en el poder, no me cabe la menor duda de que, en diciembre, los ejércitos de la Alemania Imperial habrían entrado en Petrogrado y Moscú, y Rusia habría caído de nuevo bajo el yugo de un zar...
Después de un año entero de existencia del Gobierno soviético, sigue estando de moda llamar «aventura» a la insurrección bolchevique. Sí, fue una aventura y, de hecho, una de las más sorprendentes a las que se ha lanzado la humanidad jamás , una aventura que irrumpió como una tempestad en la historia, con las masas trabajadoras al frente y jugándoselo todo por la satisfacción de sus inmediatas y grandes aspiraciones. Ya estaba listo el aparato para repartir las grandes haciendas de los latifundistas entre los campesinos. Ya se habían constituido los comités de empresa y los sindicatos para poner en marcha el control obrero de la industria. En cada aldea, ciudad, distrito y provincia existían Sóviets de los Diputados de Obreros, Soldados y Campesinos, dispuestos a asumir la administración local.
Piensen lo que piensen algunos sobre el bolchevismo, es indiscutible que la Revolución rusa constituye uno de los acontecimientos más grandes de la historia humana, y la exaltación de los bolcheviques es un fenómeno de importancia mundial. Igual que los historiadores buscan los detalles más minuciosos de la Comuna de París, querrán también conocer todo lo que sucedió en Petrogrado en noviembre de 1917, el espíritu que animaba entonces al pueblo, cómo eran, qué decían y qué hacían sus líderes. En eso precisamente pensaba yo mientras escribía este libro.
Sentía ciertas afinidades, no fui neutral respecto a estos sucesos. Pero, al relatar la historia de aquellos grandes días, he intentado estudiar los acontecimientos con el enfoque de un reportero concienzudo, interesado en hacer constar la verdad.
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