En la cuneta de la historia | Prólogo de Emilio Majuelo al libro de Fermín Pérez-Nievas
Críspulo Moracho, pamplonés de familia tudelana, masón y leal a la Segunda República, fue protagonista de acontecimientos históricos como la huelga general de Bilbao de 1903 o la revuelta de octubre de 1934 en la Cataluña presidida por Lluis Companys, donde defendió en el consejo de guerra a los Mossos d’Esquadra acusados de rebelión. Su posicionamiento y firmeza le acabaron costando la vida: fue fusilado en la Zaragoza sublevada por otro republicano masón. Empleando documentos de gran valor histórico, Fermín Pérez-Nievas analiza además cómo se vivieron aquellos días en Tudela, donde Críspulo Moracho se había refugiado tras sufrir un atentado, y los interrogantes que aún existen sobre su ejecución y la ubicación de sus restos. A continuación puedes leer el prólogo del libro, escrito por Emilio Majuelo.
La obra que presentamos del escritor tudelano Fermín Pérez-Nievas nos ofrece una historia emotiva, una historia de un suceso lejano en el tiempo pero todavía muy cercano en nuestras emociones. Trata de la de la vida de Críspulo Moracho, militar y republicano, de un hombre que fue asesinado por su convicción profesional e ideológica de servir al Gobierno democráticamente elegido en las urnas en las elecciones generales de febrero de 1936. Los ecos de la represión que los golpistas desataron a partir de julio de 1936 resuenan en nuestra interioridad más íntima cada vez que conocemos los perfiles personales de aquellas personas que como Críspulo Moracho han permanecido hasta ahora difusas o ignoradas. Son todavía miles los desaparecidos desde el verano sangriento de 1936 cuyos restos reposan en lugares desconocidos en los campos, miles también de los que solo conocemos, como mucho, sus mudos datos personales o algún vestigio conservado en el silencio del hogar familiar; hay todavía hoy un silencio muy grave sobre los daños físicos y morales sufridos por los derrotados.
La publicación de esta historia muestra fehacientemente la valía personal de aquellos que, como el aquí biografiado, son el símbolo preclaro de una época que se inauguró con la proclamación de la Segunda República española. Los hombres y mujeres que trajeron la república no volvieron la cara a la enormidad de problemas a los que tuvieron que hacer frente, aportando propuestas y críticas, acudiendo a las urnas, movilizándose u organizándose; todo ello ayudó a impulsar los cambios emprendidos en todas las facetas de la vida social y política. La actividad de los Gobiernos reformistas republicanos desde el primer momento se encauzó a la modernización de las viejas estructuras administrativas del Estado español, buscando abrir las mentes de las nuevas generaciones facilitándoles el acceso a una enseñanza y cultura alejadas de dogmas y manipulaciones, vertebrando el territorio mediante el reconocimiento de las culturas y sociedades particulares, desbordando las compuertas del centralismo, y trastocando los intereses de una minoría de grandes terratenientes y latifundistas que facilitara la mejora de las condiciones de vida de las masas campesinas y trabajadoras.
Hace ya unos años que se estrenó Corazones Rojos (2004), el sugerente y airoso documental dirigido por Elisabeth Aranda que ofreció palabras e imágenes de algunos testimonios directos de la represión fascista que militares, carlistas y falangistas pusieron en marcha en Tudela a partir del verano de 1936. El exquisito cuidado puesto en las tomas exteriores, el cuestionario sucinto pero directo con el que se dialoga con las personas entrevistadas, la pericia de su realización, fueron factores que combinaron de manera efectiva con la descripción del ambiente sórdido y tenebroso contado por los protagonistas, familiares de asesinados en el verano de 1936, introduciéndonos en la atmósfera de terror que en aquellos días vivieron los tudelanos. Nada de lo que puede verse y oírse en este impactante documental está de más, todo en él aúna experiencia traumática, dolor, pero también análisis de lo ocurrido, de los porqués de lo sucedido.
En un momento determinado, uno de los intervinientes en el documental dijo algo de enorme interés para conocer más en profundidad lo que ocurrió a partir de la fatídica noche del 18 de julio de 1936. Sin guion previo, como todos los entrevistados, llevado espontáneamente por sus propias reflexiones, Luis Aranda daba cuenta de los motivos y protagonistas de aquel golpe de Estado. Lo hizo con encomiable precisión, fruto de la reflexión y la nostalgia de aquella época, hablando también con su mirada y los silencios. Luis y su hermano Cardy, huérfanos de madre siendo niños, sufrieron entonces la pérdida de su padre, Tomás Aranda, desaparecido hasta la fecha, asesinado en Tudela por uno de los mayores matarifes del momento, el guardia civil Zalduendo. Los poderosos y sectores sociales que se sintieron perdedores en aquella coyuntura de cambio histórico, no querían perder sus privilegios. ¿Quiénes?, dirá Luis Aranda: “El clero, los terratenientes, la extrema derecha, y el Ejército, parte del Ejército”. Cuando citó al Ejército se enmendó inmediatamente para afirmar a continuación, “una parte del ejército”. Cuestión esta no menor, ya que los sublevados desde el minuto uno de la preparación de la sublevación, jugando con la baza de la propaganda, subrayaron que habían sido el Ejército en bloque y los altos mandos, los generales, los que habían llevado la preparación y ejecución del golpe de Estado. Esta fue una más de las burdas mentiras que proporcionaron los golpistas y que luego expandieron hasta la saciedad el régimen franquista y sus aparatos ideológicos.
Al repasar con un poco de minuciosidad lo que ocurrió a partir de la sublevación de la guarnición española en Marruecos, no queda la menor duda de que ni el Ejército se sublevó en bloque ni fueron los generales en su conjunto los que dirigieron los preparativos golpistas para tomar las riendas del poder político de los centros gubernamentales. Efectivamente fue “una parte del Ejército”.
Hoy sabemos que solo cuatro generales de los que estaban al frente de las fuerzas más decisivas de la corporación castrense, Goded, Cabanellas, Queipo de Llano y Franco, se sublevaron. Otros veinte, por el contrario, no lo hicieron. En resumen, los rebeldes solo pudieron contar con algo menos de la mitad (unos 120 000 soldados) de los 254 000 hombres armados que figuraban en las filas del Ejército (península, islas, África), si bien las fuerzas más efectivas en acciones de intervención habían quedado en manos de los sublevados: 1600 oficiales y 40 000 hombres a sus órdenes. Entre estas figuraba la Legión, de siniestro recuerdo en la comisión de actos violentos.
Sin saber poco o nada de la oceánica bibliografía y literatura histórica escrita sobre la guerra civil española, Luis Aranda había dado en el clavo. No de otra manera podría explicarse la duración de la guerra a lo largo de tres años, pues, de haber habido unanimidad contra la República en el seno del Ejército, el golpe de Estado habría triunfado con rapidez y la guerra civil no se hubiera producido.
Hay todavía algo mucho más drástico que la mera cuantificación de fuerzas favorables o contrarias al golpe de Estado. A diferencia de lo ocurrido en las guerras civiles del siglo XIX, la usurpación violenta del poder político que se puso en marcha en el verano de 1936 se inició con una enorme represión de las fuerzas políticas y sindicales leales al Gobierno republicano. Se produjo una salvaje represión, no solo en los lugares donde hubo frentes de combate, sino también en todas las zonas en las que no hubo acciones de guerra. Prácticamente toda Castilla la Vieja, la Rioja, Canarias, Galicia o Navarra sufrieron una represión del elemento civil en la retaguardia que arroja cifras espeluznantes de fusilados y muertos. El caso navarro ejemplifica de manera harto elocuente cuáles eran los objetivos perseguidos por el general Mola y los complotados, encaminados al exterminio de amplios sectores de la población civil que no participaran de los criterios mantenidos por los insurrectos. Todos aquellos sectores y grupos sociales movilizados durante los años republicanos para conseguir la reforma de la propiedad agraria y la vuelta de los bienes comunales al patrimonio de los municipios, mejores condiciones de vida y en el mundo laboral, la expansión de una enseñanza libre de ataduras dogmáticas y contrarias al libre pensamiento, o el acendramiento de una democracia respetuosa con las características de las naciones ibéricas fueron objeto directo de una terrorífica y amplísima represión.
El general Emilio Mola, como director del golpe de Estado, y el resto de sus conmilitones, ejercieron la violencia más extrema sobre campesinos, obreros, profesionales, maestros o cualquier persona identificada con el Gobierno del Frente Popular, vencedor indiscutido en las elecciones de febrero de 1936.
La reflexión de Luis Aranda, con la que hemos iniciado esta presentación, tiene mucho que ver con la biografía de Críspulo Moracho y con el hecho implacable de la imposición de castigos severos en la zona sublevada, pues las primeras víctimas de esa política de terror fueron precisamente los miembros del Ejército, compañeros de armas de los golpistas, que se negaron a secundarlo. El primer asesinato se produjo el 17 de julio en Melilla. La víctima fue el capitán Virgilio Leret, jefe de las Fuerzas Aéreas de la Zona Oriental de Marruecos y de la base de hidroaviones de El Atalayón en Melilla. Tras una breve resistencia a los sublevados, Virgilio Leret fue fusilado el 18 de julio. Había nacido, casualmente, el 23 de agosto de 1902 en Pamplona.
El primero de los fusilados en territorio navarro fue el jefe de la comandancia de la Guardia Civil en Navarra, José Rodríguez-Medel. Fue asesinado por la espalda en la tarde del 18 de julio por una ráfaga de fusil ametrallador disparada por uno de sus subordinados. A la mañana de ese mismo día se había entrevistado con el general Mola, que le había conminado a sumarse a la sublevación que él mismo iniciaría en la madrugada del 18 al 19 de julio en Pamplona. Ante la negativa del comandante Rodríguez-Medel a apoyar el golpe de Estado, Mola le despidió con estas palabras: “Pues aténgase a las consecuencias”. Horas después estaba muerto en el patio de su cuartel pamplonés cuando agrupaba a las fuerzas de la Guardia Civil para organizar la defensa de la República desde la Ribera. Otros dos tenientes que figuraban a sus órdenes serían fusilados semanas después.
Capitanes, tenientes y otros oficiales del Ejército fueron igualmente represaliados si no se sumaban a las órdenes de los golpistas. Con todo, si hacemos hincapié en lo sucedido entre los miembros pertenecientes al escalafón más alto de la jerarquía militar, la realidad de la represión aparece de la forma más cruda. De este modo, golpeando en la cabeza de la institución castrense, imposibilitaban que la reacción contraria a sus planes fuera efectiva. El listado de los jefes del Ejército asesinados es más extenso de lo que aquí puede ser expuesto, pero es evidente la gravedad de lo ocurrido a quienes mantuvieron su promesa de lealtad al régimen republicano democrático.
Dos días antes de iniciarse la sublevación, estando Franco en Santa Cruz de Tenerife, se produjo el “accidente” en el que perdió la vida el gobernador militar de Las Palmas, Amado Balmes Alonso. Así desapareció cualquier traba para que Franco llegara a Las Palmas y pudiera tomar el De Havilland 89, modelo Dragon Rapid, y desplazarse hasta el Protectorado de Marruecos. El general Miguel Campins, comandante de la región militar en Granada, no quiso participar en la conspiración y no declaró el estado de guerra. Detenido y trasladado a Sevilla, fue fusilado el 16 de agosto por órdenes del general golpista Queipo de Llano. Igual suerte corrió el General de Brigada de Infantería Manuel Romerales Quintero, jefe de la circunscripción Oriental del Protectorado de Marruecos con sede en Melilla. Fue juzgado en consejo de guerra el 26 de agosto e inmediatamente fusilado.
El navarro Antonio Azarola Gresillón, natural de Tafalla, había sido ministro de la Marina a finales de 1935 en el Gobierno del centroderechista Portela Valladares. En julio de 1936 era contralmirante de la Marina, jefe del arsenal del Ferrol y segundo jefe de la base naval. Fue fusilado el 4 de agosto de 1936.
El responsable de Aeronáutica, el general de división Miguel Núñez de Prado, viajó por orden del Gobierno republicano a Zaragoza para tratar de convencer al general Cabanellas de que no se incorporara a la sublevación. Nada más llegar fue detenido y trasladado a Pamplona bajo la autoridad de Mola. A los pocos días fue fusilado. En su traslado desde Zaragoza participó el falangista tudelano Ariza, como él mismo confesó años después al abogado tudelano Julio García Pérez, uno de los primeros interesados por la represión desatada en Tudela y en su Ribera.
Trágicos hechos que se repitieron con el fusilamiento del general Rogelio Caridad Pita, en La Coruña; del coronel León Carrasco Amilibia, en Donostia; del general de división Enrique Salcedo Molinuevo, fusilado el 9 de noviembre de 1936, o del general de división Domingo Batet, fusilado en febrero de 1937, por orden de su subordinado el general Emilio Mola. El general José Aranguren Roldán, gobernador militar de Valencia, cayó ante un pelotón de fusilamiento en Barcelona el 21 de abril de 1939; el general Toribio Martínez Cabrera lo fue en Paterna el 23 de junio de 1939 y el general Antonio Escobar Huerta el 8 de febrero de 1940 en Montjuic.
Esto demuestra que, de los 24 generales de División con mando en fuerza, se sublevaron cuatro y que, de los 58 generales de brigada en activo en 1936, se levantaron contra el Gobierno republicano otros 20. La afirmación de que el Ejército se levantó en bloque para salvar a España, más que una inexactitud, es una gran mentira, solo mantenida en pie por el control de los medios de prensa durante el franquismo como arma de propaganda de la dictadura.
Esta lista es solo una pequeña muestra de la actividad asesina de los golpistas. Lista que aumentó considerablemente con lo ocurrido en otros escalafones y en todos los cuerpos armados. Significativa fue la represión desatada contra el Cuerpo de Carabineros, que permaneció alineado con el Gobierno de la República en sus dos terceras partes, unos 10 000 hombres, lo que llevó a su disolución durante la dictadura franquista, el 15 de marzo de 1940. Los carabineros que fueron apresados sufrieron fuertes penas de cárcel, pérdida de empleo, etc., tras ser sometidos a consejos de guerra sumarísimos. La mayoría de los miembros del cuerpo de Carabineros destacados en Navarra, en Bera, Elizondo, Eugi o Roncal, pudieron esquivar el golpe represivo inicial al pasar la frontera, lo que no les eximió de su posterior enjuiciamiento militar cuando algunos de ellos regresaron del exilio.
La biografía del coronel Críspulo Moracho escrita por el periodista e historiador tudelano se añade a la de ese rosario de personas que, por ser fieles a su juramento profesional de servir al orden constitucional democrático, perdieron su vida, fueron encerrados en prisión o tomaron el camino del exilio, con quebranto irreparable para sus vidas y las de sus familias.
La erradicación de las falacias propaladas entonces por los golpistas y mantenidas por sus seguidores actuales para asegurarse y controlar el poder solo puede venir del conocimiento de hechos históricos como los que se narran en esta obra. Solo por eso, y no es poco, es de agradecer la labor silenciosa de las personas que han hecho de la investigación histórica su vocación personal. Este es sin duda el caso que nos ocupa.
La pericia profesional de Fermín Pérez-Nievas nos ofrece un texto fresco, directo, que engancha inmediatamente y nos lleva a interesarnos empáticamente por el biografiado. Una empatía que destila pasajes de emoción y admiración por aquella generación que tuvo la fortuna de experimentar profundos cambios en todos los ámbitos de su vida. Cambios esperanzadores que hablaban de igualdad social y fin de los privilegios de unas minorías. Como dijo Luis Aranda en Corazones Rojos, ese inmenso deseo de cambios sociales conllevó que los más directamente afectados por ellos se negaran a aceptarlos, hasta llegar a hacer todo lo posible para evitarlos. Incluso mediante el recurso al asesinato masivo y la guerra civil: “Tenían miedo a perder el dominio sobre la gente, sobre sus conciencias …”. Sí, Luis Aranda acertó en su análisis de lo ocurrido tras el golpe de Estado (solo parcialmente triunfante), del consiguiente paso de los golpistas de dar inicio a una larga guerra civil, y del empleo de la máxima represión para conseguir sus fines.
Emilio Majuelo Gil
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