Itziar Ziga: «Siempre he sido muy devota de nuestras genealogías más radicales»
Malditas es un libro de gestas escrito para negar esa historia única del feminismo en la que las mujeres más oprimidas tienen un papel secundario y pasivo, a remolque casi de las más privilegiadas. Mujeres negras, anarquistas, transexuales, bolleras y pobres de todos los tiempos consagraron su vida a una lucha feminista radical que no solo combatiera la opresión de género, sino todas las opresiones que atravesaron sus vidas. Valerie Solanas, Sojourner Truth, Sylvia Rivera, Louise Michel, Annie Sprinkle, Olympe de Gouges, Kathleen Hanna y Laura Bugalho pertenecen a una estirpe bastarda, dispersa y guerrera que Itziar Ziga ha querido agrupar, analizar y conjurar para reproducir una genealogía política y emocional que empodere a las actuales guerreras y malditas. La autora nos lo cuenta en esta entrevista.
¿De dónde te viene la necesidad de escribir este libro?
Siempre he sido muy devota de nuestras genealogías más radicales. Desde que tengo conciencia colectiva y propia, para mí indistinguibles, me he sentido provenir de una estirpe guerrera, bastarda y dispersa que se han esforzado mucho en ocultarme. Siempre me he sabido superpoblada por dentro por multitudes que lucharon antes que yo y a quienes debemos toda la libertad y la plenitud que logramos arrancarle a la vida. Porque no nos han regalado nada, al revés, nunca paran de intentar usurpárnoslo todo, incluso la memoria. Este es un libro de gestas para negar esa historia única del feminismo en la que las mujeres más oprimidas siempre tenemos un papel secundario, pasivo, como si fuéramos a remolque de las más privilegiadas. Por ejemplo, llevo toda la vida escuchando que el feminismo nació con la Ilustración, pero las feministas negras han indagado su propia genealogía que arranca en el contexto esclavista, nada ilustrado. Y entonces descubres a una aguerrida mujer negra que aceleró con su coraje de esclava liberta la causa de las mujeres a mediados del siglo XIX en Estados Unidos y que se hacía llamar Sojourner Truth.
¿Creías que hacía falta agrupar a este grupo de pioneras o creías que hacía falta mirarlas desde otro punto de vista?
Todo a la vez. Algunas son archifamosas, como Olympe de Gouges, pero urge res- catarla del aburguesamiento y del blanqueamiento póstumos con que se ha domesticado su memoria y que le deben hacer más daño que la guillotina. Otras, simplemente nos las han ocultado. ¿Cómo es posible que todas las historias del feminismo que nos narran aquí encumbren a la privilegiada y rematadamente lesbófoba Betty Friedan mientras ni mencionan a Sojourner Truth, Louise Michel o Sylvia Rivera? Este libro es mi aportación a una genealogía transfeminista. Muchas negras, anarquistas, transexuales, bolleras, pobres, se la han jugado por una lucha feminista radical que no solo combata la opresión de género, sino todas las opresiones que atraviesan sus vidas y las nuestras a la vez. Sin ir más lejos, mi posibilidad de existir como lesbiana se la debo en parte a una puta callejera transexual y sin techo de origen portorriqueño llamada Sylvia Rivera, que se partió la cara contra la policía aquel mítico 28 de junio de 1969 en Nueva York, tras el cual, las minorías sexuales nunca volvieron a aceptar el avasallamiento en que vivían. Sylvia Rivera fue una activista siempre, toda su vida, sin obtener beneficio alguno, pero no sale jamás en los libros que narran la historia del feminismo.
Hay iconos del movimiento feminista como Olympe de Gouges o Emma Goldman, pero faltan otras, como Simone de Beauvoir o Alexandra Kollontai, ¿por qué? ¿Cómo has realizado la selección?
Sinceramente, me salieron casi todas de carrerilla porque son como mis amigas invisibles desde hace años, mujeres cuyas vidas y legados me enaltecen. Pero todas tienen algo en común que me ha hecho descartar a otras: fueron, son y serán mujeres de acción a las que les persigue cierto malditismo y que nunca trataron de erigirse como líderes.
Recientemente, en el epílogo que Iratxe Retolaza ha escrito a la crónica carcelaria Hemen naiz, ez gelditzeko baina, nos recordaba que las voces marginadas suelen recurrir a la autobiografía y la memoria para desarrollar la identidad personal, para conquistar el espacio que les es negado en la sociedad. ¿Es así?
No puedo estar más de acuerdo. La historia oficial que se universaliza a sí misma siempre es el relato de las castas dominantes, en todos los sentidos. Txalaparta es un buen ejemplo de cómo un pueblo necesita generar su propia narrativa. Y en concreto, la historia oculta de las mujeres en Occidente y, sobre todo, de las mujeres insurgentes, la encontramos en infinidad de diarios íntimos que no solo fueron válvula de escape, tenían también una lúcida voluntad de testimonio, de decir la suya. Las malditas que aparecen en este libro han escrito todas ellas de alguna u otra manera sus propias gestas. La que era analfabeta, dictó sus memorias. La que vivía en la calle, se explayó cuando era entrevistada.
En cualquier caso, es el primer libro en el que no apareces tú como «protagonista», ¿extraña sensación?
Replegarme como narradora no ha sido intencionado, sino más bien una consecuencia del germen de este libro. Las excepcionales vidas de estas heroínas requerían mi ocultamiento, mi segundo plano, que no mi impostada e imposible desaparición. Y lo he disfrutado muchísimo, también como un ejercicio de humildad en estos tiempos del yoyoyo. Pero además, para mí ha sido inesperadamente terapéutico. Mientras escribía Malditas, murió mi amatxo. Todavía me cuesta afirmarlo. Cuando las entrañas duelen tanto beneficia salirse un poco de una. Al final, este libro me ha permitido bailar con los fantasmas, con aquello que nunca muere porque lo recordamos. Con la memoria política y emocional que nos empodera desde ultratumba. Seis de las nueve guerreras de este libro ya no existen; con lo excesiva que soy, escribir sobre ellas ha sido casi como invocar a la ouija feminista.
Defíne a cada una de estas pioneras en una breve frase
0lympe de Gouges.
Antes muerta que callada.
Sojourner Truth.
Los esclavos y las mujeres primero.
Louise Michel.
Hay algo peor que la derrota, no haberlo intentado.
Emma Goldman.
Hay algo peor que no haberlo intentado, no llegar a conocer nunca una victoria.
Valerie Solanas.
Cuando las ratas de alcantarilla damos miedo.
Sylvia Rivera.
Y después de aquella noche, nada fue igual.
Marina Abramovic.
Mi cuerpo es un campo de batalla y de liberación.
Annie Sprinkle.
Sanar este mundo con el poder de mi coño.
Laura Bugalho.
En ella viven y luchan todas las anteriores.
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No soy hija de Betty Friedan | Itziar Ziga
Demasiadas veces en mi vida he escuchado que la publicación de La mística de la feminidad de Betty Friedan en 1963 provocó tal impacto en las conciencias de las alienadas amas de casa estadounidenses que prendería la mecha del feminismo contemporáneo. Como escritora, no deja de maravillarme que se atribuya a un libro el poder de detonar una revolución. Y de mosquearme. Pero ¿qué potente revulsivo contienen esas páginas capaz de despertar a toda una generación de bellas durmientes?, ¿de verdad el inmenso movimiento feminista occidental posterior a la Segunda Guerra Mundial lo emprendieron las mujeres más privilegiadas?, ¿qué hacían mientras tanto las obreras, las lesbianas, las negras, las chicanas, las putas, las transexuales, las madres solteras, las monjas, las desempleadas?, ¿no luchaban contra su propia y específica opresión?, ¿no aportaron nada al feminismo?
Malditas. Una estirpe transfeminista es un libro de gestas para negar esa historia única del feminismo en la que las mujeres más oprimidas siempre tenemos un papel secundario, pasivo, como si fuéramos a remolque de las más privilegiadas. Esta es mi aportación a una genealogía transfeminista. Muchas negras, anarquistas, transe- xuales, bolleras, prostitutas, pobres, se la han jugado por una lucha feminista radical que no solo combata la opre- sión de género, sino todas las opresiones que atraviesan sus vidas y las nuestras a la vez. Pero pocas veces aparecen en los libros que narran la historia del feminismo, al menos aquí.
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