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"Esto no es una novela; es un pueblo"

Entre febrero y junio de 1874, los carlistas, como hicieran en 1835 bajo el mando de Zumalacárregui, asediaron Bilbao. Durante esos meses, los restos de los obuses, los cánticos militares y las noticias del frente fueron motivo de inocente juego para un jovencísimo Miguel de Unamuno. Años más tarde, dedicaría más de una década a tejer sus recuerdos, retales de artículos, fragmentos de libros y los testimonios orales recogidos durante su vida en Paz en la guerra, su obra más singular. En la misma, vanagloriándose de no haber inventado un solo detalle, nos legó lo que vino a llamar tanto una novela histórica como una historia anovelada. La historia de la insurrección carlista vasca y la intrahistoria de la gente que, en uno y otro lado del frente, sufrió las penalidades de la guerra. Zarandeada durante décadas por historiadores con sed de política, es hoy rescatada con un soberbio prólogo de Miguel Sánchez-Ostiz que reproducimos a continuación, y con una cuidada edición que incluye grabados e ilustraciones de la época. Así, en esta relectura libre de prejuicios, tal y como hizo Unamuno, afirmamos: "Esto no es una novela; es un pueblo".

Paz en la guerra misma | Prólogo de Miguel Sánchez Ostiz

Con tan unamuniana paradoja se cierra Paz en la guerra, la novela de la Tercera Guerra Carlista en Bilbao, y algo bastante más que la mejor novela de Bilbao, como se ha dicho. Guerra en la paz, sostiene Unamuno, después de desgranarnos la tragedia de una familia, de una ciudad y de un país, y de concluir que la única guerra legítima es la que tiene por objeto la verdad. Unamuno. Paradójico y nunca complaciente ni consigo mismo ni con el medio.

Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864 - Salamanca, 1936) fue un influyente personaje en la vida pública, literaria y política de su época. Un hombre polifacético de poderosa inteligencia cuya obra ha sido objeto de constantes estudios y controversias, y con cuya personalidad se ha hecho bastante literatura y mucha política, adscribiéndolo siempre a un liberalismo bilbaíno, vasquista y españolista a la vez, lo segundo por lo primero, en su calidad de hombre de ciudad (por oposición al hombre del campo vasco) abierto a las cuestiones culturales de su tiempo, amigo de la pluralidad política y social, y abiertamente enfrentado, por supuesto, tanto al carlismo y al integrismo a él aparejado, como al nacionalismo vasco de Sabino Arana, paradigma ambos de execrables intolerancias políticas y religiosas. De hecho, algunos episodios de su vida, como por ejemplo su enfrentamiento con Sabino Arana y otras figuras del vasquismo, han sido reescritos una y otra vez en apoyo inequívoco de un nacionalismo español de raíces vascas: la célebre vasconización de España que tanto furor hizo entre aquellos que en Bilbao dieron en la Escuela Romana del Pirineo y que quedó en nada. 

En ese sentido, la obra de Unamuno, más que para discusiones de índole literaria, suele servir para un roto y para un descosido, políticos, se entiende. También sirve para sostener en ella la idea de una España de último cuño, surgida después de décadas de dictadura, prejuicios y diversas vergüenzas nacionales, y al amparo de un jacobinismo constitucionalista muy amigo del poder de turno y enemigo declarado de diferencias, peculiaridades y derechos legítimos. Por poner un ejemplo, si por ellos fuera, de lo que poco que queda de los fueros vasconavarros no quedaría ni la letra menuda, en caso de que la conserven. Esta es, por tanto, una cuestión no resuelta desde las páginas de Paz en la guerra, porque si lo fuera no serviría, aun hoy, de piedra de toque en discusiones sobre las desigualdades y las diferencias territoriales, y lo abusivas que resultan las pretensiones nacionalistas, las lenguas incluidas, frente a la libertad general que ofrece la Constitución, panacea, al parecer, de todas las diferencias y singularidades.

Yo no sé si, de manera estricta, esa idea de una España jacobina y solo plural en su folklore rural, puede sostenerse en la obra de Unamuno, en esta novela en concreto. Creo que cada lector debe acercarse por sí mismo a la obra de Unamuno, y Paz en la guerra es una forma impecable de hacerlo, y leer lo que hay en ella y sacar sus propias conclusiones; y, sobre todo, reflexionar sobre las cuestiones que Unamuno puso de manera expresa, inteligente y emotiva sobre el tapete, con plena intención. Creo que muchos lectores, naturales del País Vasco y más o menos originarios de su mundo rural, reconocerán sin dificultad algunas formas de pensar de los personajes puestos en escena por Unamuno con verdadera maestría, porque esas  formas de pensar, esas concepciones del mundo, tardaron en hacerse crepusculares y en desaparecer casi del todo. Unamuno tuvo ojo y oído para su gente. En 1874, en 1896 y en 1923.

En ese sentido, se olvida fácilmente que Paz en la guerra es una buena novela en la que quedaron retratadas las íntimas frustraciones y legítimas ambiciones de los habitantes de un país, tanto carlistas como liberales, y se prefiere hacerla banderín de enganche de la ideología que más convenga. La deploración que hace Unamuno del mundo que parece morir con el fracaso de la intentona de Carlos VII, es inequívoca, mucho más que un canto salvífico a un constitucionalismo español que en la novela no aparece por parte alguna.  Al menos yo no lo he encontrado. Y del liberalismo actual, heredero dicen los más cucos del de Unamuno, me fío tan poco como se fiaba Unamuno del que hacían gala los comerciantes bilbaínos de su época. Unamuno, escribiendo de la guerra carlista, no era, desde el punto de vista ideológico, Benito Pérez Galdós, mucho más “liberal” y más beligerante que el rector de Salamanca. Por tener, en Paz en la guerra tiene mucho más peso el discurso sobre la inutilidad de la guerra, que las diferentes ideologías que sostenían los bandos enfrentados en la contienda civil de 1873-1876, que tuvo como escenario el País Vasco.

Unamuno publicó Paz en la guerra, en 1897, y la volvió a publicar veintiséis años después con un prólogo en el que hablaba de la, a su juicio, actualidad de lo relatado en ella. Lo que quiere decir es que en 1923 Unamuno veía que la pugna entre el mundo representado por el carlismo y el representado por el liberalismo de los comerciantes bilbaínos, más sus desarrollos sociales y políticos subsiguientes (socialismo y nacionalismo), no había sido liquidada con la guerra carlista. Al contrario. Las cuestiones pendientes estaban más virulentas que nunca. La industrialización, el desarrollo de la minería, la banca y la poderosa flota mercante vasca, la riqueza mal repartida, las huelgas y conflictos violentos, la pujanza del socialismo vasco (hacía pocos años que había muerto Tomás Meabe), la presencia social, cultural y política cada vez más importante del nacionalismo, habían desembocado en una situación de sordo enfrentamiento social al que algunos artistas vascos no fueron en absoluto indiferentes. Y, por si fuera poco, iba a tener ocasión Unamuno de volver a ver una “carlistada” o, cuando menos, la chispa que encendió una época criminal de la historia de España que acabó con el nacionalismo, el vasquismo, el fuerismo convertido en una caricatura (Navarra) y, en la práctica, con el mismo carlismo, y que estuvo a punto de costarle la vida. Unamuno murió en diciembre de 1936 cuando se hallaba en reclusión domiciliaria tras su célebre enfrentamiento con el general Millán Astray. 

Paz en la guerra es una novela, sí, o como dice Unamuno, una historia anovelada en la que poco hay que no haya sido visto, oído y hasta olido por su autor. Pero por eso mismo también es un libro, un buen libro, de la memoria y de la exploración autobiográfica. Es una novela y es el fresco de una época que mantiene vivo el interés lector de cien años después. Una novela para la que el autor confesó haber estado diez años reuniendo documentación, sobre el carlismo en concreto, y en la que describió diversos episodios por él vividos, no solo el bombardeo de Bilbao, sino la visita de Ignacio al pueblo de su padre para asistir a una boda que le hace reflexionar sobre la arcadia del mundo rural sus habitantes.

Como novela, Paz en la guerra puede resultar rancia en la actualidad, por su léxico, sobre todo, pero las cuestiones en ella planteadas, y hasta la forma lírica y emotiva de su escritura, piadosa con la personas y sus afanes más humildes, avivan el interés lector y la hacen muy atractiva. Su relato, por ejemplo, de las operaciones militares de la Tercera Guerra Carlista en Vizcaya –sitio de Bilbao o batalla de Somorrostro-, con ser muy resumidas, están muy bien descritas. Es una novela muy bien pensada, con personajes sólidos que encarnan con eficacia los mundos enfrentados del carlismo, el comercio liberal y la presencia de los pozanos, los de fuera, que vienen a cambiarlo todo. Unamuno intentó llevar la conflictividad vivida, durante y después de la guerra carlista, a su novela. Y lo consiguió. De hecho Paz en la guerra fue un libro muy leído y muy discutido durante años.

Conviene recordar el clima político que se vivía en el País Vasco al tiempo de la publicación de la novela de Unamuno. La Regencia de María Cristina, esposa de Alfonso XII; la fundación de lo que luego se convirtió en el Partido Socialista (1879); la situación de guerra abierta en Cuba (1895) y de revueltas en Filipinas, con sus repercusiones económicas y sociales en la metrópoli; los ataques del centralismo madrileño a los restos de los fueros vascos, precipitados en Navarra en la Gamazada (1893-1894), hecho que alertó en Madrid del peligro de un nuevo estallido bélico en el Norte; la fundación de lo que sería el Partido Nacionalista Vasco (1895), que aglutinó diferentes sensibilidades políticas en defensa de las leyes propias y de algo más que las meras leyes –“Juan José, fuera de sí desde la abolición de los fueros, echa chispas, pide la unión de las que Unamuno se hace eco en las páginas finales de la novela de una manera no del todo clara. No tiene nada de extraño pues, que una novela del calado de la escrita por Unamuno, tuviera éxito.

Unamuno vivió de niño el segundo cerco de Bilbao, esto es, el asedio al que sometió a la ciudad el ejército carlista, desde febrero de 1873 (aunque antes ya hubiera habido algunos bombardeos) al 2 de mayo de 1874. Una batalla que al ejército carlista le costó la vida de dos de sus jefes militares más prestigiosos, los navarros Ollo y Rada. La retirada del ejército carlista fue una debacle que anunciaba disensiones internas de más largo alcance y no solo por los motines que estallaban en los batallones en retirada, donde la voz traición cundía, sino por el agotamiento general de tropas y pertrechos. No en vano, allí estuvo el fundamento de la copla dedicada al general navarro Joaquín Elío: Elío vendió Bilbao / y Mendiri el Carrascal / Calderón el Montejurra / y Pérula lo demás.

Unamuno vivió el cerco de Bilbao y vivió el enfrentamiento social de sus habitantes; su derrota; el clima de descontento y frustración que dejó en el País Vasco el fin de la guerra carlista y el golpe recibido por los fueros vascos; el paso del lema Dios y Fueros, o Dios, Patria, Rey, que según Unamuno enmascaraba el primero, por el Jaungoikoa eta Legezarrak, del que Unamuno curiosamente no se hace eco, aunque para entonces ya se había oído profusamente en las calles de Bilbao, de la mano del periódico Bizcaitarra y de su fundador Sabino Arana. De hecho, la novela se cierra con la constatación del inicio del bizcaitarrismo, que nace de la frustración de algunas aspiraciones sociales y políticas que excedían en mucho la mera cuestión dinástica. Hay un hecho histórico incuestionable: las cuestiones forales nunca volverían a ser lo mismo después de las derrotas sufridas por los pretendientes al trono de España, ya fuera Carlos V o Carlos VII. El viejo mundo rural y foral iba a quedar en la práctica muy dañado si no abolido en algunos de sus aspectos más identificatorios: las circunstancias poco fluidas del juramento de los fueros vascos por parte de Carlos VII es algo más que un episodio novelesco. No es banal entonces que Arana se levantara contra esa abolición.

A la luz de los textos publicados, tanto por Unamuno como por sus adversarios políticos, resulta forzoso admitir que sus relaciones con el vasquismo y el nacionalismo sabiniano nunca fueron cordiales, aunque no creo que fueran tan acerbas como se quiere hacer creer. Para él mismo, que se declaraba vasco y español a un tiempo, la del vasquismo y el nacionalismo no fue nunca una cuestión del todo solucionada. Basta con leer detenidamente las páginas finales de Paz en la guerra. Para Unamuno el nacionalismo era, entre otras cosas, una cuestión de forma carente de contenido. Le irritaba que, al margen del independentismo, careciera de verdadero programa ideológico en lo social, económico, pedagógico y hasta gubernativo, y que estas cuestiones se pospusieran a la conquista de la independencia, que él llama “completa autonomía”.

Para cuando publica Paz en la guerra, las relaciones de Unamuno con el mundo vasco habían sufrido varios empujones, como el de sus famosas oposiciones de 1888 a una cátedra de euskera, disputadas con Arana y Azkue, quien las ganó. Conocedor del euskera y autor de diversas obras en esta lengua, certificó la dificultad de que pudiera convivir con el castellano en un verdadero bilingüismo. En Paz en la guerra, Unamuno, por ejemplo, habla de manera significativa del uso del euskera (vascuence para él), circunscrito al ámbito de las conversaciones domésticas, al religioso y al mundo rural, algo privado entonces, aunque fuera un evidente signo de identidad, y, sobre todo, habló como de algo condenado a la desaparición. En la novela de Unamuno algunos de sus personajes urbanos apenas entienden el euskera, lo han perdido o no lo han sabido nunca, aunque algunos de ellos sientan por ello una nostalgia irremediable, mientras otros, como le sucedió al mismo Unamuno, se aprestan a aprenderlo por una cuestión de enraizamiento vital. No creo ni por un momento que Unamuno, en aras de una ideología política oportunista, falseara lo vivido y diera un testimonio falso de la realidad de su época. Deducir de ahí un antivasquismo por parte de Unamuno es un abuso, lo mismo que es zafio basar en ello el descrédito del nacionalismo vasco y reputar una falsedad la defensa y cultivo de la lengua vasca.

¿Tan difícil resulta leer en lo que de verdad hay en el libro de Unamuno? Yo confío en que todavía haya lectores de buena voluntad capaces de leer las páginas de Paz en la guerra sin necesidad de arengas y que piensen que tal vez merezca la pena guerrear por la verdad, pero por cuenta propia, tal y como el mismo Unamuno propuso.

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