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Sorgiñas y brujas: represión y violencia contra las mujeres en la Euskal Herria medieval

En el primer volumen de Historia de las mujeres en Euskal Herria, las hermanas Iziz abordan la vida de las vascas en la prehistoria, la romanización y el Reino de Navarra. Esta monumental obra viene a llenar un hueco en la historiografía de nuestro país repasando, pormenorizadamente, los oficios a los que se dedicaban las mujeres medievales, sus vivencias con el sexo y las relaciones afectivas, la opresión femenina cotidiana y la misoginia inherente a todos los estratos de la sociedad. Completado con múltiples fotografías y una selección de cuadros, grabados e ilustraciones, el libro dedica un capítulo entero a la caza de brujas, del cual extraemos varios pasajes.

La brujería, en nuestras tierras, tiene una connotación primitiva, cargada de reminiscencias precristianas. La creencia en fenómenos naturales, la medicina basada en la utilización de plantas, las estaciones marcando fuertemente la vida, o las témporas observadas por nuestros pastores desde tiempo inmemorial, conforman todo un conjunto de saberes y convicciones ancestrales opuestas al cristianismo que pervivieron en la mentalidad y acervo sociocultural de nuestras antepasadas y antepasados hasta prácticamente nuestros días.

Las gentes estaban seguras de que las brujas arruinaban las cosechas, echaban mal de ojo a la gente, hacían morir a los animales y también, especialmente en Aezkoa, creían que hacían desaparecer a los muchachos y muchachas de los pueblos.

El Fuero de la Novenera (siglo XII) ya menciona los hechizos brujeriles de hombres y mujeres. Dice así: «Un hombre que amaba a una manceba que no pudo haber porque se casó con otro, la hizo ligar». Es decir, le lanzó un maleficio para hacerla impotente.

Las brujas podían ligar a hombres o animales. Las penas con que los textos jurídicos condenaban estas prácticas eran muy duras. La mujer que hubiere ligado hombres o animales tenía la posibilidad de salvarse exponiéndose a la prueba del hierro caliente. Si no la superaba la quemaban en la hoguera. Si el ligador era varón, lo trasquilaban y expulsaban de la villa. Si negaba el delito, tenía una última posibilidad de salvarse luchando contra otro hombre. Seguimos observando que los castigos por unos mismos hechos tienen diferente carga penal en función de si los autores son hombres o mujeres. Quemaban a la bruja mientras que al brujo solamente lo expulsaban de la villa.

Las grandes persecuciones se iniciaron a partir del siglo XIII, cuando proliferaron grupos catalogados de herejes: los valdenses, albigenses o cátaros. Para combatirlos, la Iglesia creó la Inquisición, en 1233, bajo el papado de Gregorio IX y con la ayuda de dos órdenes mendicantes: los dominicos y franciscanos. Hablar de Inquisición es hablar de odio, arbitrariedad, persecución, prisión, tortura y sufrimiento.

El Tribunal hizo uso de las condenas de la Biblia como excusa para sus torturas y castigos:

  • Brujas y brujos deben ser condenados a muerte. (EX 22:18, DT 18:10).
  • Un hijo que maldice a sus padres deberá morir. (EX 21:17, LE 20:9, DT 21:18-21).
  • Los adúlteros serán castigados a muerte. (EX 20:10-12, DT 22:22).
  • Los homosexuales morirán por su crimen. (LE 20:13).
  • Aquellos que tengan relaciones sexuales con un animal, serán condenados a muerte. (LE 20:15).
  • El blasfemo deberá morir. (LE 24:16).
  • El que muestre desprecio por un juez o un sacerdote será condenado a muerte. (DT 17:12).
  • Una virgen que es violada deberá casarse con su violador. (DT 22:28). (1)

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La vida en la tierra, para los hombres medievales, no era autónoma, laica ni independiente. Todo estaba supeditado al más allá y condicionado por él. El cuerpo se consideraba enemigo del alma, todo era pecado, y se difundió un estado de ánimo apocalíptico. La vida solo era el tortuoso camino al descanso eterno. Esta filosofía tan negativa fue muy perjudicial para el progreso y la felicidad de las gentes, conformando un pensamiento cargado de convencionalismos y prejuicios.

El papa Inocencio VIII daría el paso definitivo para abrir la caja de Pandora de la brujería, al publicar la bula Summis Desiderantes Affectibus en 1484. Dos años más tarde, en 1486, asignó a dos inquisidores dominicos, Heinrich Krämer y Jacob Sprenger, el trabajo de perseguir la brujería en Alemania y para ello escribieron el tristemente famoso libro Malleus Maleficarum, conocido como el «martillo de las brujas». En él se definía quiénes eran, qué hacían y cómo había que actuar para condenarlas. Esta obra, apoyada en la frase del Éxodo (22:18): «a los hechiceros no los dejaréis con vida», y en otros textos de las Sagradas Escrituras, en Agustín de Hipona, en Tomás de Aquino y en otros teólogos, elabora su doctrina sobre la brujería con una concepción sexista y llena de desconfianza hacia la mujer.

En un fragmento de esta obra, al contestar a la pregunta que los autores se hacen a sí mismos de por qué la superstición es eminentemente femenina, se responde con esta sarta de lindezas misóginas: «¡La mujer es un mal necesario, una tentación natural, una calamidad deseable, un peligro doméstico, un deleitable detrimento, un mal de la naturaleza pintado con alegres colores!». Recuerda que en su segundo libro de La Retórica, Cicerón dice: «Los muchos apetitos de los hombres los llevan a un pecado, pero el único apetito de las mujeres las conduce a todos los pecados, pues la raíz de todos los vicios femeninos es la avaricia». En cuanto a la pregunta de por qué hay una gran cantidad de brujas entre el frágil sexo femenino, comenta que «resultaría ocioso contradecirlo ya que lo confirma la experiencia, aparte del testimonio verbal de testigos dignos de confianza. Además, por naturaleza, las mujeres son más impresionables y más prontas a recibir la influencia de un espíritu desencarnado y cuando usan bien esta cualidad, son muy malas. Y como son más débiles de mente y de cuerpo, no es de extrañar que caigan en mayor medida bajo el hechizo de la brujería».

También explica la historia de un hombre cuya esposa se ahogó en un río, y que cuando buscaba el cadáver para sacarlo del agua, caminó corriente arriba. Y cuando le preguntaron por qué buscaba contra la corriente del río (ya que los cuerpos son arrastrados por la fuerza del agua), respondió: «Cuando mi mujer vivía, siempre tanto en palabras como en los hechos, contradijo mis órdenes; por lo tanto busco en la dirección contraria, por si ahora, inclusive muerta, conserva su disposición contradictoria».

Y sigue: «Si investigamos, vemos que casi todos los reinos del mundo han sido derribados por mujeres. El reino de los romanos soportó muchos males debido a Cleopatra, reina de Egipto, la peor de las mujeres».

Y en la literatura también encontramos acusaciones de superstición y brujería a las mujeres, como la de Lope de Vega (1562-1635), en la escena XIV del Acto Tercero de El Arenal de Sevilla:

¡Oh flaqueza de mujer,
fáciles para creer
cualquier superstición!

Si creéis cosas como estas
no es engañaros hazaña;
que si el demonio os engaña,
es porque os halla dispuestas.

¿Quién cree la Astrología
judiciaria? La mujer.
¿Quién es fácil de creer
la engañosa Geomancia?

La mujer. ¿Quién en las suertes?
La mujer. ¿Quién el hechizo?
La mujer; que de ellos hizo
con ignorancia, mil muertes,
siendo todo loco engaño
y contrario a nuestra fe. (2)

La caza de brujas, que se prolongó durante tres siglos en Europa y produjo alrededor de trescientos mil relajados y relajadas o muertos y muertas en la hoguera, sin contar a quienes pasaron por las cárceles de la Inquisición sufriendo encarcelación, torturas, vejaciones y muertes, fue iniciada por el papa ayudado por el emperador Maximiliano i de Austria.

Si se pudiese interrogar al hombre que vivía entre los siglos XIV y XVII sobre la existencia de las brujas, respondería sin duda alguna: «Sí, las brujas existen, viven entre nosotros». La respuesta afirmativa abarcaría a todas las clases sociales y a todas las categorías de personas, desde las pobres hasta las ricas y los nobles. Las brujas, dirían, «existen y realizan tantas operaciones y son tan terribles que solo nombrar algunos de sus gestos puede dar origen a desventuras, si no se está suficientemente protegido. Tienen la propiedad de volar, de trasportarse y transportar a los otros, en el sueño y aun durante la vigilia, a lugares lejanísimos, en un abrir y cerrar de ojos. Algunas tienen el don de la metamorfosis pues cambian su forma por la de animales y de esa manera entran donde quieren» (3).

Martín de Andosilla, en su obra De superstitionibus, explica que no cree en las brujas maléficas que otros suponen que abundan en Euskal Herria pero reproduce algunas de las supersticiones y chismorreos que se extendían por todos los pueblos y ciudades sobre ellas:

Que las mujeres seducidas por el diablo, creían y confesaban que en sus horas nocturnas cabalgaban por el aire y se reunían en un prado para celebrar sus aquelarres y que tenían actos carnales con el diablo, encarnado en macho cabrío; que arrancaban a los niños de las tetas de sus madres, los asaban y comían; o que entraban en las casas por las ventanas o chimeneas y molestaban a sus vecinos de muchas y malvadas maneras.

Por entonces, en las casas echaban sal en el hogar cuando el gallo cantaba de noche para alejar a las sorgiñas.

El akelarre más conocido era el de Zugarramurdi, y según las confesiones de los infelices apresados y apresadas, allí se reunían los devotos de Aker, el macho cabrío, al que adoraban. Le entregaban ofrendas, rendían cuentas de sus actos ante él y de él recibían las órdenes. Confesaban que el diablo predicaba en una misa negra y que a la hora de la comunión se servía carne humana, muchas veces de niñas y niños pequeños. Tras esta ceremonia, todos bailaban al son del tamboril y tenían relaciones sexuales en una orgía multitudinaria.

Muchas mujeres eran denunciadas por participar en los akelarres y, además, las acusaciones de brujería recaían frecuentemente en las viudas. Analizando los casos de los siglos XVI y XVII se comprueba que entre las imputadas, un alto porcentaje eran viudas y solteras, mujeres solas, viviendo libres de ataduras y peligrosas para la mentalidad jerárquica masculina.

Todo esto unido a la presión de jueces y carceleros de la Santa Inquisición daba como resultado una serie de declaraciones muy expresivas sobre los actos de las condenadas. También quienes testificaban seguramente adornaban sus relatos con grandes dosis de imaginación.

Los interrogatorios comenzaban en presencia de los miembros del Tribunal de la Inquisición y el verdugo junto a las reas. Los primeros les amonestaban para que confesaran bajo amenaza de tormento. Mandaban despojarlas de sus vestidos y cubrían sus partes íntimas con unos cortos y estrechos calzoncillos de lienzo. A continuación eran torturadas. Tras ello, las acusadas confesaban haber tenido relaciones sexuales con el demonio, haber matado y comido niños y niñas y cualquier otra barbaridad que les ponían delante y obligaban a firmar.

Notas

1.- EX: Éxodo. DT: Deuteronomio. LE: Levítico.

2.- Comedias escogidas de fray Lope Félix de Vega Carpio. III, Biblioteca de Autores Españoles, T. XLI, p. 545.

3.- Primitivo Martínez Fernández: La Inquisición, el lado oscuro de la Iglesia, Colombia, 2008.

El primer caso de hechicería colectiva en Baja Navarra (1329)

Una denuncia por asesinato contra una herbolera ocurrió en 1329, cuando Arnalt Sanz d’Atxa, lugarteniente del baile de Labastide Clairence, acudió con 18 hombres a Bidasso y arrestó a Johana la Christiana, porque decían que «emponzoñaba a la gente y era herbolera mala y la trajeron presa». A la vez detuvieron a otras cinco mujeres acusadas de hechiceras y de hacer maleficios. Eran Juana la leprosa, Arnalda del Bosc, Peyrona de Prechacq, Juana Fitola y Domenga de Durban. Decían de ellas que «emponzoñaban a la gent, et eran herboleras et fazían muytos maleficios». Todas fueron ajusticiadas y quemadas en la hoguera sin que tengamos más datos sobre lo sucedido, pero parece claro que es el primer caso de hechicería colectiva documentado en Navarra.

Sorgiña, herbolera o faytillera, un insulto habitual

A partir del siglo XV es cuando encontramos extendido el término sorgiña en los pleitos de los tribunales navarros de justicia secular. En tiempos de Carlos III, en Pamplona, el año 1415, María Sáinz de Reta y María Íñiguiz, su hija, tuvieron que pagar 10 libras porque habían insultado repetidas veces a María Johan, llamándola «sorgiña, herbolera y faytillera». En 1424 es multada con 7 libras una tal Teresa, clavera del capellán de Urruz, por llamar a una vecina, María Miguel «sorgiña provada».

El origen de la palabra

Los expertos no se ponen de acuerdo en cuanto a la etimología de la palabra sorgin. Según José Miguel Barandiaran derivaría de sorte + -gin, es decir «echador/a de suertes», aunque también podría proceder de sor + -gin: «creador/a». Existe, sin embargo, otra posibilidad quizá más atractiva e incluso más apropiada, la que resultaría de sortu (nacer) + -gina (la que hace), es decir: «la que hace nacer», la partera.

El término, con el tiempo, fue haciéndose equivalente al de bruja en castellano y pasaron a ser consideradas peligrosas. Todas ellas vivían en áreas rurales, zonas de «pagus», paganas, pues el cristianismo arraigó primero en las ciudades. Estas tierras eran por entonces las menos cristianizadas de toda la península.

Prohición de la brujería

Desde 1484, la postura oficial de la Iglesia cambió con la promulgación de la bula Summis Desiderantes Affectibus, y desde entonces la brujería pasó a ser considerada una herejía perseguible.

En el Sínodo Diocesano de Pamplona, de 1499, se estableció que el confesor preguntase a sus feligreses sobre sus creencias brujeriles y supersticiones «si creían en encantamientos o los realizaban, si tenían fe en adivinos o contrataban a alguien para hacer conjuros con objeto de curar enfermedades y/o encontrar cosas robadas o perdidas; si pensaban que la situación planetaria el día del nacimiento obligaba a comportarse de una manera u otra; o bien si creían en brujas y en sus acciones». Las Constituciones Sinodales de 1531, en Pamplona, prohíben a los fieles consultar a adivinos, presumir de tener pactos con espíritus, conjurar e invocar a los demonios, etc.

El siglo XVI llega cargado de superstición y miedo. Persiguen a las curanderas y herboleras no solo en Navarra, también en todos los reinos peninsulares y europeos. Su máxima expresión llegará el siglo siguiente con la celebración del Auto de Fe de 1610 en Logroño, plagado de acusaciones multitudinarias y con el resultado de muchas muertes. Las curanderas y herboleras pasan de sanadoras y herederas de cultos primitivos a ser consideradas como servidoras del demonio. Y cuando eran juzgadas, en vez de pagar una pequeña pena económica, empezaron a castigarlas muy duramente con sentencias de muerte.

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