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Biografía de Patxi Larrainzar, un hombre singular | Jesús Lezaun

Murió precozmente en 1991, a los 54 años de edad, y todo el mundo le recuerda como un personaje excepcional. Popular y querido por sus parroquianos, ciudadano comprometido y solidario, escritor incisivo y prolífico, alcanzó fama y popularidad en el articulismo periodístico, si bien cultivó casi todos los géneros literarios. En Txalaparta hemos editado una parte sustancial de su obra en prosa, y ahora lanzamos la antología Teatro de agitación, que recoge sus más conocidas obras de teatro. Nos acercamos a su figura mediante esta semblanza que el también sacerdote Jesús Lezaun compuso para el libro Pega pero escucha, obra póstuma de Patxi Larrainzar.

Voy a intentar escribir uno especie de biografía de Patxi Larrainzar, brevísima y sin demasiados datos. Quisiera que fuera más significativa que cronológica.

Como solía decir él, más con nostalgia que con gracejo -la cosa no tuvo para él gracia alguna-, mató a su madre al nacer, junto con su hermano gemelo Frumencio, allá en el pueblecito del Valle de Yerri, Navarra, el 21 de septiembre de 1934.

Quizá por haber sido criado con mimo por gentes extrañas que se convirtieron en suyas, en Lacar, se acostumbró desde el comienzo a ver a todos con esa concreción y ternura que él no pudo tener con su madre.

Todo eso le marcó, como solía decir, negativamente, al sentir la falta de una madre en gran medida insustituible. Pero también le condicionó positivamente, al acostumbrarle a ver en otros a su madre y hermanos, más allá de los lazos de la carne. “Mi madre y hermanos de leche”, era expresión que repetía con frecuencia y que le ayudó, sin duda, a ensanchar los horizontes de su exquisita humanidad.

Vivió de niño en el barrio pamplonés de la Rotxapea, mitad huertano en aquel entonces (y aún ahora), mitad urbano. Siempre un barrio periférico, que le impulsó a vivir continuamente en la periferia de todo, a considerar como próxima a la gente más llana de un barrio que más adelante había de acoger a gente venida de los más variados rincones de aquí y de fuera, y que fue definitivamente su barrio. Todos por igual rotxapeanos, de los que siempre se consideró uno más, a los que conoció casi uno a uno, y a los que estudió, defendió y cantó como se estudia, defiende y canta lo propio, a su gente, toda ella de carne y hueso.

De la universidad jesuítica de Comillas, que, como escribió su entrañable amigo Xavier Sánchez Erauskin, no consiguió educarlo, conservó quizá su exquisitez, su apertura a la cultura, su afán de leer y hasta su afición a la música que, si en un principio pudo convertirse en la afición de su vida, después, al fin, en la madurez de su existencia, había de llenar como pocas cosas su afán de belleza y su necesidad de romántica quietud. Enseñó a Jesús Aguirre (domine Aguirre, en su argot particular, que después había de convertirse, además de en el Duque de Alba, en el Director General de música en el Gobierno de U.C.D.), los primeros rudimentos musicales. Un comienzo compartido, convertido más tarde en distancia infinita de talantes, objetivos y compañías.

Salió libre o ileso de su etapa de formación, para ejercer después de libre en la vida como pocos, sin trabas y a veces hasta sin mesuras.

De cura fue sin remedio un caminante sin camino. Lo que no quiere decir que anduviese despistado. El, que sí hacía camino al andar. Fue irreductible a todo modelo estereotipado que se le quisiera imponer. Fue, a no dudarlo, un provocador nato. No encajó nunca en los sistemas, ni eclesiásticos ni civiles. Quizá por eso no se sintió nunca demasiado acogido. Ni quiso serlo, acaso para que ninguna estructura lo atrapase, o para que no lo apartase de aquello que era para él la quinta­esencia de su espíritu: su fidelidad a las raíces de las que procedía, a la concreción de cada hombre cuando este necesitase de una ayuda silenciosa, minuciosa y aparentemente trivial; a los más marginados, los más solos, los más atrapados, los más débiles.

Es necesario insistir un poco en esto, porque es sin duda el núcleo de su vida. El sistema eclesiástico (él fue clérigo toda su vida), y aún el civil, sus jerarcas de turno, sobre todo cuanto estos eran presuntuosos, ostentosos, prepotentes, o simplemente lejanos, fríos o vanidosos {pobres hombres, como solía decir) no le entendieron, es cierto, ni supieron quién era, o cómo era, pero sobre todo no lo aceptaron, lo rechazaron con fuerza, lo orillaron, pretendieron ignorarlo cuanto podían. Hubo hombres en concreto, por lo que eran ellos, o por cómo ejercían sus funciones, que lo sacaban de quicio. Del mundo eclesiástico y del político. Citaré dos del mundo eclesiástico. Toleraba difícilmente al Papa Wojtyla y al Arzobispo Cirarda, por su especial dureza y cerrazón en determinados temas, como por ejemplo el de la sexualidad y el de la Teología de la Liberación, por su lejanía a pesar de su populismo facilón (dicen que no mira nunca a la cara a su interlocutor) el primero; por su ostentosidad y engreimiento el segundo. Sabido es, porque lo cuenta él mismo, que Cirarda le amenazó con la suspensión «a divinis» una vez, y, por lo que dijo él mismo a dos horas de morir Patxi, preparaba la suspensión de haber vivido veinte días más. Del mundo político no citaré a nadie, porque no hace falta citarlo. Muchos están aludidos y citados en los artículos de este libro.

Yo creo que del sistema eclesiástico tuvo la sensación de que se reía de él. Venido de Comillas con su exquisita formación, lo mandaron a unos pueblecitos insignificantes de la montaña, a los que quiso, es cierto, con pasión. Retornado de Chile, donde había trabajado en la Universidad Católica y escrito un libro contando sus experiencias (‘Es peligroso creer en Dios’), y advirtiendo que estaba recién operado de estómago (lo estuvo dos veces, y siempre tuvo grandes dificultades con el comer), lo remitieron a Lerga, un pueblecito de la zona de Sangüesa, diciéndole que todos los días iba por allí una pescatera. Profesor de literatura con devoción y maestría poco comunes, según el sentir de sus alumnos, le hicieron dejar la cátedra a raíz de su libro ‘Diario suburbano de Pamplona’, alegando que quien escribe lo que él escribía no podía ser formador de la juventud. Et sic de coeteris.

Jamás recibió estímulo alguno para su afición literaria, más bien le cercó siempre una alambrada de recelos, de desconfianza, de desdenes; acaso de rencillas o envidias. Nunca reclamaron en este sentido sus servicios, que pudieron haber sido muy grandes. Quienes sí le estimularon fueron sus sencillos lectores de sus artículos y libros, que le reclamaban constantemente por la necesidad que sentían de sonreír cada vez que aparecía algún escrito suyo.

Su afán fundamental, el que daba sentido a todo cuanto hacía y decía, era desacralizar el poder, todo-poder, quebrantarlo, mitigarlo al menos, zaherir a aquellos presuntuosos o aprovechados que por poseerlo se creían algo. No los soportaba. Los provocaba constantemente. Su vida iba por otros derroteros. De ahí que rehuía toda ostentación e incluso muchas presencias en sitios de relumbrón o de simple relevancia, y que se estimase poco a sí mismo, hasta menospreciar, creo yo, sus propias posibilidades. Sus solicitudes quedan perfectamente expresadas, por ejemplo, en barrer la casa a la ancianita desvalida, en bañar al anciano solitario, en los inválidos a los que atendía con añeja solicitud, acompañaba a todas partes o los sacaba a pasear, en la visita a todos los enfermos en casa o en los hospitales, en el ofrecimiento sigiloso al director de la cárcel para estar dos años encerrado (más no me aguantará mi salud, decía) en vez del más necesitado o en peores condiciones de cualquier tipo. Y no hablaba en broma en ocasiones como esa.

¿Qué hacía cuando se sumergía en sus inmensos silencios y hasta soledades: soñaba, sufría, rezaba? Hablaba poco, y era poco dado a reuniones o charlatanerías interminables muy propias de clérigos, siempre dispuestos a arreglar el mundo en cada una de ellas, dejando siempre algo sin arreglar que justificase la próxima reunión. Le aburrían y lo cansaban hasta la extenuación. En su afán de discreción rehuía toda presencia, incluso las que hubiesen ido muy bien con su oficio de escritor. Prefería leer y más leer, pasear corriendo por todos los vericuetos del barrio o de la ciudad, observar o las gentes sencillas y anónimas, el río, el paisaje, las casas ...

Le abrumó la zafiedad y suciedad del mundo. Yo estoy convencido de que le asfixió. De ahí los gritos agónicos expresados con fuerza en muchos de sus artículos. El que publicó en Egin el mismo día en que le dio el achuchón (3-3-91), «Salsa de tomate», resulta paradigmático. Le invadía por eso una especie de pesimismo, que reflejó tantas veces en sus escritos. Era escéptico, es verdad, un escéptico lúcido como dijera su amigo Carlos Gil, pero de las fantasías solemnes, de las formulaciones rimbombantes de lo que es el hombre, muy propias de teóricos acomodados. Sin afirmar que fuera un nihilista consumido, ni mucho menos resentido, llegaba a no poder soportar este mundo. El que entre tanta miseria y pequeñez se cree algo, era para él un narciso inconsciente (los narcisos lo ponían frenético, a pesar de ser muy sosegado y no descomponerse casi nunca), o un sádico cruel y pringoso. Una filosofía singular de vida que también aparece en la Escritura, en el Eclesiastés por ejemplo, y que mordió en ocasiones al mismo Jesús, en su vida y sobre todo ante su muerte, y que nadie tacha de desesperanza, sino simplemente de lucidez y de sensibilidad ante la maldad, el sufrimiento y la muerte.

Su afición teatrera, que a punto estuvo de convertirse en la ocupación principal de su vida, quizá provenga de todo eso. El gran teatro del mundo en el que todo es vanidad: «Vanidad de vanidades y todo vanidad». La tramoya, la trampa incluso, la máscara siempre (persona viene de «prosopon»). Lo expresan a las mil maravillas las versiones que existen de su testamento en lo que se refiere a su obispo como prototipo de lo que él quería fustigar. La que se conoce, por haberla publicado, habla de detrás de las bambalinas desnudos los dos y viendo pasar angelitos también desnudos. Una inédita casi lo expresa mejor, al menos para mi gusto. Dice así: «Decidle al obispo que he escrito tanto, y por eso lo comprendo, que sí, que el teatro es hacer una mentira para poder decir una verdad, y su montaje farandulero clerical esconde entre bambalinas la perla del Evangelio. La pena es que se equivocaron de atrezo y de época».

Quiero resaltar aún algunas cosas, aun a trueque de ponerme pesado en este bosquejo biográfico de Patxi. La primera, la dureza de muchos de sus escritos cuando se trata de personajes que se creen algo en la vida y a los que fustiga sin piedad, a pesar de la capacidad de ternura que poseía. Lo aclara todo muy bien en su testamento. Viene a decir que los ha amado más de lo que ellos mismos se puedan imaginar, y que si los ha fustigado tan fuertemente ha sido para que enmendaran los males que hacían a tanta gente sencilla.

La segunda hace referencia a su frecuente incursión en la política, él, que no era propiamente un político, ni tenía especial talante para ello; en concreto si se quiere a su abertzalismo. Se sentía vasco por los cuatro costados, y a la vez, por ser un vasco de «raza», se sentía universalista y nada en el mundo le era ajeno. Si se preocupaba tanto y con tanta pasión por lo que pasa en el mundo entero, ¿cómo no se iba a preocupar por lo que pasara o su pueblo, cuyo horizonte político lo veía ocluido en la actual situación política que tenemos, y ante la triste historia que este pueblo tiene también por detrás?

Alguien poco perspicaz, y desde luego no demasiado documentado, le preguntaba con frecuencia si no era un obseso sexual. Respondía con sorna que sí, un poco como todos. Sencillamente pensaba que lo femenino es, ni más ni menos, la mitad del ser humano, y que la belleza, la ternura, la perspicacia femenina (él añadía también la fortaleza de las mujeres), a pesar de algunas apariencias eran cosas de admirar y de cantar. Trataba a las mujeres como muy pocos lo podían hacer. Envidiaba su intuición. Y por supuesto no toleraba el que aún estuviese tan marginada de hecho, sobre todo dentro de la institución eclesiástica, misógina como nadie e injusta con las mujeres sin ninguna razón teológica al respecto. ¡Y cómo le querían!

Y una última y rápida reseña sobre su religiosidad. Poco conocido a este respecto, sobre todo para quien no quiso acercarse a él ni trató de conocerlo a fondo. Su obra religiosa inédita es muy grande, en formas expresivas muy diversas y desde luego muchas veces poco convencionales, sobre todo en sus libros sin publicar aún. Emociona a cualquiera leer sus profesiones de fe, sus cánticos pascuales, sus celebraciones de la penitencia, sus homilías. Muchos se han servido de todo eso durante décadas. A otros no les ha interesado en absoluto, a pesar del inmenso tesoro que encierran. Cuando un alto jerarca le preguntó si creía en Jesucristo, le contestó: ¡pero hombre, si es para mí el mayor valor de mi vida y el punto de referencia más firme y más inconmovible! Poco eclesiástico, por supuesto, estoy absolutamente seguro al afirmar que se sentía eclesial de verdad. Hasta tiene escrito que ha vivido y quiere morir en el seno de la Iglesia, comunidad de creyentes en Cristo, sencillos y pobres como aquellos a los que tanto quiso Jesús y a los que perteneció, y no tanto tinglado estructural demasiadas veces prepotente y a veces hasta desafiante.

¿Previó su muerte, y hasta se murió porque quiso? Alguien lo ha pensado así, y quizá alguno de sus escritos últimos así podrían darlo o entender. Yo no estoy tan seguro en el tema, aunque tampoco lo excluyo del todo. Quería para él y para todos sin excepción una vida de auténtica calidad humana. La guerra del Golfo, como expresión aberrante de las miserias y suciedades del mundo, lo derrumbó. Desde que se veía venir fue otro, y parecía que tuviera prisa en decir cosas desde unos meses antes de su muerte. Es el caso que se murió rapidísimamente y cuando nadie lo esperaba. Fue el 12 de marzo de 1991, a las siete y cuarto de la tarde.

Un hombre singular, infrecuente, nada convencional, desaprovechado al máximo mientras vivió, pero que merece ser conocido, so pena de que, siguiendo nuestra enana costumbre, tengan que venir otros a decirnos cuáles son nuestros tesoros. Acaso la envidia más torpe y más rastrera siga siendo nuestro oficio más común.

Jesús Lezaun, prólogo del libro Pega pero escucha.

Patxi Larrainzar logró el éxito como dramaturgo en el ámbito vasconavarro, con un teatro popular, didáctico y político sin antecedentes en el país. “Cura rojo”, intelectual comprometido y polemista insobornable, fue un agitador de conciencias y animador de controversias durante la llamada Transición, tamizando sus textos con el peculiar sentido del humor navarro. Su trabajo cobra extraordinaria vigencia a los 40 años de ser escrito. Hoy, cuando la crisis económica y moral, la corrupción generalizada y el cuestionamiento de la vieja política que encarna el “Régimen del 78” son más palpables que nunca, su Teatro de agitación -selección antológica de sus textos, de la mano de Víctor Iriarte-, que permanecía en su mayoría inédito, es una pieza ineludible para cualquiera que quiera enfrentarse a la pasada, presente y futura realidad socio-política navarra.

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