La crisis de la masculinidad postmoderna · Coral Herrera
En el libro Más allá de las etiquetas, Coral Herrera nos invita a analizar los mitos implantados por el patriarcado, romper con todos esos roles impuestos por la sociedad, deconstruir los estereotipos, tomar conciencia de la riqueza de nuestras diferencias, intercambiar papeles, rebasar los límites, dar rienda suelta al deseo, incluir la ternura en la aventura ocasional y atrevernos a expresar emociones. En definitiva, a aprender a vivir más allá de las etiquetas. Os dejamos con un extracto en el que la autora aborda la crisis de la masculinidad postmoderna.
Los expertos de ambos sexos en la teoría de género y los estudios de masculinidad han llegado a la conclusión de que las crisis de masculinidad que se han dado a lo largo de la historia patriarcal han sido debidas a las revueltas identitarias de las mujeres y sus esfuerzos por deconstruir los roles y estereotipos asociados a su sexo/género. Siempre que la feminidad ha tratado de empoderarse, el hombre ha sufrido una crisis en torno al problema inverso; la pérdida de sus roles y por tanto, la pérdida de su poder.
La crisis de masculinidad actual es un fenómeno que autores como Robert Conell (1995) sitúan en el seno de la crisis del patriarcado que tuvo lugar a finales del siglo XX gracias a la lucha feminista y al movimiento gay. Los hombres dicen sentirse desorientados ante la ruptura y transformaciones de las estructuras laborales, sociales, económicas, políticas y sobre todo, individuales que están teniendo lugar. Algunos se sienten culpables porque han defendido la lucha feminista, pero luego son incapaces de ceder sus privilegios de clase y de relacionarse igualitariamente en su vida cotidiana, especialmente en lo que concierne a las tareas domésticas.
En los setenta y los ochenta las mujeres concienciaron a los hombres de que no habían nacido para servirles ni para ser criadas ni madres patriarcales, pero a muchos les costó (y les cuesta todavía) asumirlo y renunciar a tareas desagradables como limpiar los retretes o cambiar pañales, según Donald H. Bell (1987).
Por otro lado, los hombres sienten que han perdido sus modelos de referencia, ya que sus padres, educados en la cultura patriarcal (y por tanto machistas, dependientes de sus mujeres, autoritarios, con dificultad para establecer relaciones íntimas y para expresarse emocionalmente) ya no les sirven como ejemplo a seguir. Lo que desorienta al varón postmoderno es la libertad a la que se enfrentan, y cierto complejo de castración, que simboliza el miedo a la amputación o liquidación de su ser y sus roles de género.
Las mujeres logran dejar atrás los estereotipos de madre/santa, virgen/princesa o puta/diablesa, de modo que ellos tienen que aunar en una sola persona los atributos antes divididos. Ellas se ofrecen desidealizadas, tal y como son; reclaman pasión, respeto, cariño, sexo, cuidados, sinceridad; y quieren compartir y ser tratadas como iguales, sin paternalismos ni autoritarismo, y sin miedos ancestrales, cosa difícil para el varón que siempre se ha situado en un plano superior a ellas, o en un plano de dependencia emocional con respecto a ellas.
Esta crisis masculina es identitaria porque los varones ya no sustentan el papel de proveedor principal, cabeza de familia, rey de su casa y amo de sus propiedades, su mujer, sus hijos e hijas. Ya no son necesarios ni para la defensa, ni para el mantenimiento de un hogar, ni para la reproducción, como lo demuestra el aumento de familias monoparentales encabezadas por mujeres independientes, y el uso de las técnicas de reproducción asistida.
Los hombres se quedan desprovistos de autoridad y muchos se declaran angustiados: «Solo sabemos que estamos angustiados, al borde de sentirnos impotentes, desvalidos, frustrados, aplastados, no queridos ni apreciados, a menudo avergonzados de ser hombres» (Moore y Gillette, 1993). Ahora todo es negociable: los hijos e hijas reniegan del padre ausente y apenas conocido, las mujeres se rebelaron hace tiempo contra la doble moral sexual, y los hombres han de asumir las consecuencias de sus actos. Su constante deseo de escapar (de sí mismo, de sus sentimientos, de sus compromisos, de sus problemas, de su paternidad) ha sido denominado síndrome de evitación, de ausencia o de abstención masculina.
Según Fernando Savater, citado en Gil Calvo (2006), siendo la voluntad masculina potencialmente infinita o al menos indefinida, se ve obligada a tener que elegir trágicamente entre querencias contradictorias: «Debido a que no se puede querer a la vez todo y ahora, y debido a la necesidad de ordenar y anteponer unas voluntades con preferencia sobre otras, el hombre postmoderno sufre porque no puede tenerlo todo ni imponer su santa voluntad del mismo modo que lo hacía antaño, pese a que sus madres los sigan educando para ser hombres adultos egoístas y ventajistas».
La emancipación de las mujeres y la nueva figura del modelo de «hombre tierno» habrían provocado un desconcierto masculino de amplitud excepcional. A ellos sin duda esta liberación les ha beneficiado enormemente: ha supuesto un aumento de calidad y de cantidad en sus relaciones sexuales. El hombre patriarcal tradicional recurría a menudo a prostitutas para calmar su deseo sexual, con el peligro que ello suponía para sus bolsillos y para su salud por contagio de enfermedades de transmisión sexual. Las mujeres, tras la revolución sexual y política, son más accesibles en cuanto compañeras sexuales, pero al mismo tiempo resultan más intimidantes, más amenazadoras para el varón.
Muchos hombres ya no entienden lo que las mujeres esperan de ellos. Si se muestran protectores y ligones, son tildados de machistas; si permanecen en segundo plano, ellas deploran la «desaparición del macho». Desamparados frente a las «nuevas mujeres» independientes, que se niegan a vivir a la sombra de los hombres, estos se sentirían en la actualidad ansiosos, frágiles, desestabilizados en su identidad, inquietos respecto de sus capacidades viriles. Al renunciar a toda agresividad, el «varón tierno», solícito y «receptivo» ya no tiene energía ni vitalidad que ofrecer a las mujeres. Así, veríamos acrecentarse la pasividad masculina a un ritmo exponencial.
Lo difícil para un hombre es vivir el amor desde la óptica de los sujetos: es decir, se relacionan más bien desde la condición de objeto de la mujer, o la condición de objeto propia. Muchos hombres postmodernos siguen teniendo en su inconsciente las estructuras básicas de representación femenina, y continúan dividiendo el mundo entre mujeres buenas y mujeres malas. Se enamoran de las malas, pero ofrecen el trono (del matrimonio) a las buenas, porque ellas no les destrozarán el corazón. Prefieren casarse con ellas porque saben que son sumisas, que no exigen una correspondencia recíproca, que no les van a abandonar o a herir a propósito.
Las mujeres malas son fascinantes por su belleza e inteligencia, pero por ello mismo dan miedo y siempre se quedan en el papel de amantes, putas o mujeres masculinas en su deseo y sus expectativas. Si la mujer mala se enamora lo tiene crudo con el macho patriarcal, que siempre acudirá a ella para divertirse y vivir el amor como una excepción, nunca para incorporarlas a su cotidianidad.
Con respecto a las mujeres que no son buenas ni malas, los hombres parecen sentirse incómodos, porque no saben cómo relacionarse con mujeres autónomas. Al menos, antes el hombre tenía claro que había que defenderse de la mala, y que el puerto seguro en el que recalar era la buena. Ahora, las mujeres lo somos todo a la vez: ardientes amantes, devotas amigas, excelentes compañeras. Somos independientes en el campo de lo económico y legalmente tenemos unos derechos y unas leyes que aseguran nuestra libertad, pero a nivel personal y emocional, el diagnóstico de muchas autores es que somos adictas al amor romántico. A partes iguales lo rechazamos y lo adoramos; pero aún enamoradas, muchas somos conscientes de nuestro poder. Y no lo queremos para dominar al compañero, sino para compartirlo con él.
Sin embargo, al compañero postmoderno aún le cuesta compartir(se) y expresar sus emociones. Para Anthony Giddens (1995), la necesidad del autocontrol masculino está originada por una dependencia emocional reprimida respecto de las mujeres: «La necesidad de neutralizar estos deseos reprimidos, o de destruir el objeto de los mismos, choca con los deseos de amor. En tales circunstancias, los hombres son capaces de distanciar- se de las mujeres y considerar el compromiso como una trampa» (Giddens, 1995). En el caso de las mujeres, paradójicamente muchas se enamoran de hombres que huyen del compromiso, lo que refuerza esta actitud en ellos, que lo utilizan como estrategia para ligar más.
Muchos hombres encuentran que la pasión femenina por el amor les agobia y les absorbe. A los machos educados en el patriarcado se les enseña bien pronto que el amor no debe ser el centro de su vida, como lo es en el caso de las mujeres. En el imaginario social pervive la idea de que la mujer es un ser más dado a entregarse, a vivir el amor en su plenitud, a dejarse llevar por sus sentimientos, a enajenarse con el enamoramiento, e incluso a devorar a los hombres. Como un hombre se define por oposición a la mujer, reniegan de la afectividad como una característica femenina, y educan a sus propios hijos para que sean unos mutilados emocionales en lo que respecta a sus propios sentimientos y formas de expresarlos.
Al hombre se le ha enseñado a controlarse y contenerse, a no expresar valores negativos para él (ternura, compasión, cariño, amor, melancolía, fragilidad, etc.), lo que de algún modo les ha separado de sí mismos. Los hombres viriles tienen que demostrar continuamente una parte de sí mismos (que son valientes, independientes, fuertes y violentos), pero se les ha impedido demostrar o desarrollar la otra parte (la de los afectos, la sensibilidad, la dulzura, la empatía). De este modo han tenido que reprimirse; el poder patriarcal se ha insertado en su cuerpo y sus formas de sentir y de relacionarse, y muchos se han rebelado contra la máxima patriarcal: «los hombres no lloran».
Hemos encontrado multitud de aspectos positivos en los cambios acaecidos en las ideologías de la masculinidad en la modernidad y la postmodernidad, y en la realidad individual y social de los hombres:
- Los hombres pueden por fin acceder al mundo de los sentimientos, liberarse de su papel de protectores y defensores, y permitir que los protejan a ellos.
- Los hombres han podido liberarse en la actualidad de los estereotipos que les oprimían, y pueden declararse pacifistas, mostrarse débiles, no necesitan ya defender a navajazos su honor ni perder la vida en ello.
- Los hombres han sido liberados por las máquinas de los trabajos más duros.
- La guerra ya no es su patrimonio exclusivo ya que se ha permitido que las mujeres arriesguen su vida por la patria de igual modo que los hombres.
- Los hombres ya no comparten su vida pública solo con hombres; ahora ambos sexos comparten espacios y aficiones.
En el caso del hombre postmoderno igualitario:
- El hombre va aprendiendo que las cosas no hace falta conseguirlas por la fuerza, que compartir es mejor que dominar, que una mujer autorrealizada y feliz a su lado es mejor que una mujer obediente, resignada y amargada.
- Los hombres son ahora capaces de entender que una mujer rompa su relación con ellos e incluso que inicie otra nueva con otro hombre, porque entienden que la mujer no es de su propiedad.
- Los hombres disfrutan más que nunca de su paternidad, de la oportunidad que tienen para conocer y educar a sus hijos, cuando antes solo servían para darles órdenes y abroncarlos como suprema autoridad.
Los hombres están aprendiendo, poco a poco, a expandir a todo el cuerpo el erotismo. Lentamente el sexo se va contemplando más como un acto de unión física y espiritual con la otra persona, un acto de intimidad, de intercambio de placeres, no de dominación, y ello mejora las relaciones y la comunicación entre ambos sexos. Los hombres modernos pueden entender ahora que una mujer no quiera hacer el amor, y también comienzan a reclamar su derecho a no hacerlo cuando no les apetece: aún se sienten mal si no cumplen, pero algunos se toman con humor los caprichos de su pene, que no funciona si el hombre se encuentra cansado, impresionado o incómodo.
El tono despreciativo para hablar de las mujeres es ya (en determinados ámbitos) políticamente incorrecto. Los hombres, poco a poco, están aprendiendo a compartir sus problemas de pareja con sus amigos varones; poseen más libertad y confianza para sincerarse y para aliviar sus preocupaciones. Estamos hablando de pocos hombres, especialmente de hombres de clase media, con formación y habitantes de entornos urbanos; pero es una señal inequívoca de que el patriarcado comienza su decadencia, aunque con lentitud y de forma desigual.
Yo creo que la masculinidad y la feminidad no son extremos opuestos, sino que forman un todo; el ser humano es un ser complejo lleno de contradicciones y matices de intensidad, y varía en sus comportamientos a lo largo de su vida. Las identidades ya no son estables, de modo que ahora es más fácil construirse una propia admitiendo la existencia en uno mismo de características pertenecientes a ambas categorías, despolarizándolas, mezclándolas como en un juego teatral. De este modo, al reconocer en uno o una misma la convivencia pacífica de esos modelos bisexuales y la performatividad del género (Preciado, 2002), la lucha interna de las personas dejaría de ser tan despiadada, y el género podría dejar de ser un motivo de angustia interna para los hombres.
Interesante articulo, en mi opinión creo que los hombres estamos muy desorientados porque nos cuesta asumir mas de un rol a la vez, también muy confundidos al ver que se exige un hombre sensible pero fuerte a la vez, creo que lo que se pide es un varón mentalmente tierno e inteligente pero con un cuerpo físico muy fuerte, lo cual es complicado porque no todos podemos aspirar a tener un cuerpo de revista (por nuestro código genético), ni tenemos tiempo para pasárnosla en el gimnasio moldeando el cuerpo y al mismo tiempo estudiando (porque ahora la preparación es continua, no basta con la carrera universitaria), sumado a todo esto, si un hombre se ve demasiado sensible o frágil se vuelve indeseable para las mujeres empoderadas y un motivo de burla para sus pares, el cuerpo de hombres y mujeres es diferente (cada uno tiene sus puntos fuertes y flacos), pero en términos de sexualidad, la mujer siempre ha llevado la ventaja ya que no tiene que estar bombeando constantemente sangre a un apéndice externo, muchas mujeres a veces toman una posición pasiva durante el sexo, dado que su cuerpo lo permite y le dejan toda la responsabilidad al varón (se empoderan en unos aspectos de la vida pero en otros aspectos simplemente toman el papel de espectador que exige de su pareja el tener un gran cuerpo y un desempeño formidable, sin ofrecer nada a cambio, ni siquiera cariño y comprensión), ante estas cosas no es raro que el numero de pacientes diagnosticados con DE sea alto, por mi parte yo sufro DE (de carácter vascular) y no tengo un gran cuerpo en ningún sentido de la palabra, he sido blanco de burla por mujeres y por mis pares, por esto mi personalidad intenta compensar aquello siendo mas independiente, decidido y algo agresivo (sin llegar a la violencia), pero aquí surge un problema y es que me tampoco se acepta a un hombre así, solo se acepta cuando el hombre es deseable. Espero no haber ofendido a nadie, yo respeto los derechos de las mujeres y no soy machista, si tuviera pareja (que creo que nunca tendré) ayudaría en los deberes del hogar y nos repartiríamos los deberes a partes iguales en un ambiente de respeto y amor mutuo, pero eso ya no es suficiente pues lo que se pide a mi parecer es un "adonis perfecto, con buena estatura, muy inteligente y con buenos ingresos, pero sensible a la vez sin dejar de ser masculino", gracias por leerme y nuevamente me excuso si herí susceptibilidades, solo hable desde mi experiencia personal que no ha sido nada agradable la verdad.