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Las llaves de Anna y las gafas de Hartheim

David Fernàndez, periodista y diputado de la CUP entre 2012 y 2015, es autor de uno de los epílogos del libro ¡Y hablaremos de vida', de Anna Gabriel. A continuación os ofrecemos el texto íntegro.

Llave, por llave —me dice Mario Benedetti.

Y me cuenta que cuando vivía en Buenos Aires, en los tiempos del terror, él llevaba cinco llaves ajenas en su llavero: cinco llaves, de cinco casas, de cinco amigos: las llaves que lo salvaron.

Celebración de la amistad, Eduardo Galeano

 

Era un mediodía de invierno de no hace mucho, eso seguro. Seguro porque el frío todavía no se ha marchado y porque aún sopla fuerte aquel mal viento de poniente. De no hace mucho porque es como si fuese ayer mismo, un jirón de tiempo robado que aún dura y que aún perdurará, cuando la tarea compartida, común y colectiva del momento no es otra que acortar la hora de los regresos, reducir la distancia con la libertad y hacer que se aproxime el tiempo de las cerezas. Era un frío duro, eso sí, y de eso estoy seguro. Nuevo o viejo, pero en cualquier caso oxidado e insondable. Iba por dentro, desde luego no por fuera. Y quemaba. Contra este terminaban por desvanecerse las líneas de fuga que siempre hemos sabido trazar en los malos momentos y en los peores tiempos. Y en las jornadas imposibles.

Era un miércoles de invierno, sí, en lo más hondo de los márgenes de un país roto y desgastado que nunca sale en los mapas oficiales y que trata de hacerse un lugar a cubierto en la dignidad. Una llamada de trabajo me citaba en mi casa, si és que hi ha cases d'algú en un presente de hipotecas, robos al por mayor y vidas en alquiler. Salí a toda prisa de la cooperativa, disimulando las prisas y ocultando la urgencia. Y cuando giré la llave de la puerta de casa, Anna ya estaba allí. Es más, está en casa desde hace años y años. Entró un día sin avisar para quedarse junto al fuego –sin pedir permiso, sin pedir perdón– y fue como cuando ves que alguien llega y ya sabes, te honra la buena suerte, y nunca marchará. Desde entonces Anna siempre me ha guardado las llaves de casa, siempre las ha tenido y siempre las ha protegido, ya fuese en Ripoll o en la Vila de Gràcia. Llegados aquí, quizá no haría falta decir nada más. Todo queda dicho en la amistad, en la geografía de los vínculos y la cartografía de los refugios, cuando alguien cuida las llaves de tu habitación, y la habitación entera. Mi casa es tu casa, y cuando se encuentra Anna es, sobre todo, nuestra casa. Contra las utopías fracasadas y las inquietantes distopías reinantes, Anna es justamente eso: la eutopia habitable, un buen sitio en el mundo donde poder decirse de todo, un tiempo de vida fuera del capitalismo, una asamblea clandestina en una cocina, Ovidi en pie en Sallent –equina memoria– en la calle Guillem Agulló, un hatillo donde todo cabe y el número de teléfono que sabes que nunca tienes que olvidar.

Era el mediodía de un miércoles de invierno a contratiempo y desde entonces todo es ya otro día. El recuerdo se ha quedado medio congelado y medio desdibujado: recuerdo escucharla, acatarlo y enmudecer. No sé si fueron más de veinte minutos. Sí que sé que no existía suficiente tiempo para decirle todo lo que querría haberle dicho. Después la puerta se cerró, la silla se quedó vacía y todos los silencios cayeron de golpe. Todo se detuvo. No sabría decir cuándo reaccioné, pero echándole un pulso al infinito, me quedé quieto, inmóvil y con la cabeza entre las manos sin darme cuenta. Me rondaba la duda –todavía me ronda– de cuándo se volvería a abrir la puerta otra vez. Esa duda me acompaña todas las mañanas en el desayuno. Sobra decirlo.

A seis grados bajo cero, de frío en frío, el reencuentro hubo de ser, forzosamente, un martes de febrero en Ginebra. Tan lejos y tan cerca, nos conocimos en otro frío glacial: en 2005, en Mauthausen, con motivo del sexagésimo aniversario de la liberación de los campos nazis. Allí, ante el desorden concentracionario y criminal del nazismo, nos quedamos mudos en el castillo de Hartheim, viendo los restos de las gafas de todos a quienes asesinaron. Con aquellas gafas creo que aún miramos al mundo. Nunca la mirada del poder, sino siempre la de la resistencia. Nunca la indecente indiferencia de la brutalidad, sino siempre la rebelde necesidad de humanidad.

Antes, mucho antes, habíamos leído sobre los exilios y las cartas en la prisión de todos los tiempos y rincones: de Sarri a Wilde, de Gramsci a Luxemburg, de Eva Forest a Bobby Sands, de la maleta de Walter Benjamin a los 'rondos' de las Madres de Plaza de Mayo, de las cartas que llegaban a August Gil Matamala desde las oscuras celdas del franquismo pasando por las ausencias de Maixabel Gaztañaga hasta las que nos llegan desde Estremera, Alcalá-Meco o Soto del Real.

Contra los cerrojos de tanta represión gris y los vacíos de la negra paz de bastardos y ladrones, flota siempre un sol de invierno, cobijo en la intemperie y mil cerillas en la sombra. Todo eso es ella para nosotros, que tanto la queremos. Y por eso a Anna, bruja buena y mejor brújula, que lleva consigo las llaves que abrirán todos los candados y que preserva la mirada de todas las gafas de Hartheim, siempre la encontraréis fuera de la jaula defendiendo su tribu. Libre como el viento, en pie como una partisana y frente a todos los muros. Con la vida entera en los bolsillos, todas las luchas del mundo a sus espaldas y la esperanza siempre entre los dientes.

Y las puertas de casa, alameda de libertad para cuando hagamos posible que regrese, abiertas de par en par.

David Fernàndez

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