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Ascuas
Este libro es una bandada de pájaros sin bandada, de pájaros solos. Cada uno de ellos se posó un instante en el hilo de la luz del pensamiento o de la página, que a veces son lo mismo, y ahí se quedó parado, escrito, como esperando la vida de quien lo lea. Son, a menudo, versos que no hallaron cobijo en un poema y se quedaron en vilo, en ascuas, lámparas desamparadas, hojas que están por caer o cayendo, pavesas, versos viudos. O juegos de palabras donde son las palabras las que juegan conmigo. Habría podido llamarlas aerolitos o voces o escolios, en homenaje a tres de mis maestros en este arte fugaz. También hubiera podido, ya puesto, llamarlas piqueras (aberturas de las colmenas por donde entran y salen las abejas, agujeros de los toneles por donde sale el vino, agujeros de los hornos por donde sale el metal fundido, heridas en la cabeza por donde sale la sangre) y firmarlas como Anónimo. Pero durante demasiado tiempo las guardé como Ascuas, y así decidí llamarlas. Mi infancia ocurrió entre ascuas: de estufa, de lumbre, de hoguera, de incendios, mías. En mi familia firmábamos las ascuas del brasero con el pie. Con las ascuas de la lumbre encendíamos la estufa. No me permitían jugar con ellas para que no me meara en la cama. Ahora ya puedo. Con las ascuas de la hoguera de San Antón se encendía la hoguera de las Candelas. Siempre estuve en ascuas. Sigo viviendo en ellas. Son un resto de calor cubierto de ceniza. Son lo que queda de lo que fue fuego. Ojalá todavía pudieran ayudar a encender, siquiera un instante, otro.
Del prólogo de Juan Vicente Piqueras.
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