La muga: un libro que reivindica nuestro derecho a ser alguien | Jonathan Martínez
Muga en euskera significa frontera, límite, fin. Helmuga es llegada, meta y objetivo. En Iparralde, muga es también tiempo, momento. La muga son los límites y las metas que afloran y condicionan vitalmente a un militante vasco, cuando, en este momento, tras 34 años deportado en una remota isla africana, por fin inicia una nueva etapa. Dar pasos hacia casa tras más de media vida a miles de kilómetros no es un camino fácil ni corto, como relata Jonathan Martínez en el prólogo del libro, texto que reproducimos a continuación.
Un libro que reivindica nuestro derecho a ser alguien
La historia, que es propensa a las simetrías, nos regala algunas conexiones fabulosas. Quiso el destino que los pasos de Sarrionandia se dirigieran a Cuba y la fuga de Martutene nos suena ahora a odisea tropical y a guajira. A poemas de José Martí. A la nueva trova de Silvio. A los atardeceres sandungueros del Malecón de La Habana. Una isla puede ser un refugio, pero también una cárcel. En un fortín del archipiélago de Frioul, Edmond Dantès cumple una condena injusta y planea su fuga y su venganza en las páginas de El conde de Montecristo. En la bahía californiana de San Francisco, la isla de Alcatraz dio cobijo a Al Capone y contempló la escapada de Frank Morris y los hermanos Anglin. En la isla de Creta, Dédalo fue encerrado en el laberinto que él mismo había construido. Cuenta el mito que Poseidón arrastró a Ulises hasta la isla de Ogigia, donde la ninfa Calipso trató de retenerlo como prisionero.
La muga es la historia de una isla convertida en refugio y en prisión. En el golfo de Guinea, cercada por las aguas del Atlántico, la isla de São Tomé es un minúsculo pedazo de tierra que mira hacia las costas de Gabón. Los deportados y refugiados vascos nos han forzado a aprender geografía, a asomarnos al jeroglífico de los mapas donde resuena una toponimia extraña y lejana de países que nunca hemos visitado. En Togo, entre Ghana y Benín, murió el deportado Francisco Javier Alberdi. En la isla caboverdiana de São Vicente -otra vez la isla cárcel y refugio- murió ahogado Juan Ramón Aranburu después de haber conocido la tortura en Senegal. Hace algunos años, en un viaje a Irlanda -isla entre islas-, conocí a Arturo Villanueva. Los juzgados de Belfast se negaban a entregarlo a las autoridades españolas porque las pruebas que alegaban en su contra resultaban irrisorias.
Hay una prisión aún más opresiva que la de los muros y los barrotes. Porque el prisionero de nuestros días no siempre se aloja tras las verjas videovigiladas de un correccional. Los personajes de Franz Kafka caen capturados en redes disparatadas o invisibles. Gregor Samsa despierta atrapado en el cuerpo de un insecto. Josef K. vive cautivo no sabe de quién ni por qué motivo. El deportado que intenta regresar a casa se enmaraña en un laberinto administrativo de recursos, formularios e impresos entregados a una ventanilla equivocada. Entre los vericuetos burocráticos, la paciencia se extingue y la esperanza se marchita. Solo la luz del destino mantiene viva la llama de la huida.
En los años ochenta, en tiempos del Plan ZEN, de las bañeras de Intxaurrondo y de la cal viva, Francia organiza la deportación de varios refugiados vascos con el pretexto de ponerlos a salvo de la guerra sucia. Pronto se descubrirá que, en el purgatorio opaco de las expulsiones ilegales, las autoridades españolas aprovechan para practicar interrogatorios forzados. A Alfonso Etxegarai lo detuvieron en 1985 en el bar Batzoki de Baiona y sin que mediara juicio lo expidieron como una mercancía peligrosa, primero a Ecuador y más tarde a São Tomé y Príncipe. Fue en Quito donde conoció la tortura a manos de policías españoles.
“Cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo”, dice el poema de Constantino Cavafis. Caminho longe. El camino de Alfonso Etxegarai se ha alargado durante treinta y cuatro años. Más de media vida deportada. Incomunicada. Indocumentada. Te dirán que tu nombre se ha borrado de la memoria del mundo. Si contraes matrimonio, alguien extirpará la página del Registro Civil y nunca habrás conocido a tu esposa. Acaso tú ni siquiera existas. “Me llamo Nadie”, le dijo Ulises a Polifemo para conseguir escapar de los cíclopes. Los nadies, dice Eduardo Galeano, “no hablan idiomas, sino dialectos”.
La muga reivindica nuestro derecho a ser alguien. Es un libro que hay que leer igual que se escucha una vieja historia alrededor del fuego. Alfonso Etxegarai cruzó la frontera como refugiado en 1978. Tras el umbral nevado de Larrun, un automóvil lo aguardaba en la plaza de Sara para conducirlo a un apartamento de Baiona. Al deportado que regresa, la memoria le envía fogonazos de otros tiempos que ya solo él recuerda. Así va armando poco a poco en su cabeza una cartografía de lugares que siempre estuvieron ahí, ofrecidos, abiertos, esperándolo como un vehículo estacionado en la plaza de Sara. “Calla ya, corazón”, dice Ulises. “Que otras cosas más duras sufriste”.
Jonathan Martínez, investigador en Comunicación y autor del prólogo del libro
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