La masacre de Jacinto Vera | El Filtro: memorias de los refugiados vascos en Uruguay
El 24 de agosto de 1994, miles de uruguayos se concentraron a las puertas del hospital Filtro de Montevideo para mostrar su solidaridad con Josu Goitia, Luis Mari Lizarralde y Mikel Ibáñez, presos vascos en huelga de hambre y sed, reclamados por el Estado español, y para que se mantuviera la secular tradición de asilo uruguaya. Por desgracia, la brutal represión policial dejó en las calles de Montevideo un saldo de dos muertos y cientos de heridos graves. Recordamos aquella jornada con un extracto del libro El Filtro. Memorias de los refugiados vascos en Uruguay, de Jon Mintegiaga.
Para el momento en el que las autoridades uruguayas habían previsto la entrega de Manueltxo Goitia, Juan José Lizarralde y Mikel Ibáñez estos ya llevaban dos semanas largas sin ingerir alimentos y casi una sin beber ni siquiera agua. Su estado físico se deterioraba por momentos y, como alertaba el último y preocupante parte médico, «algunos de sus órganos vitales han dejado de funcionar». Era el miércoles 24 de agosto. Si en Euskal Herria tenemos nuestro 3 de marzo en Gasteiz o el 8 de julio en Iruñea, los uruguayos siempre recordarían esta jornada como la de «la masacre de Jacinto Vera». El día en que los policías de la República Oriental de Uruguay dispararon con el objetivo de que «no quedase ni uno vivo».
La mañana comenzó con la visita a las inmediaciones del Filtro del Órgano de Conducción Política del Frente Amplio. Tras unas jornadas de actitud dubitativa, en las que en ocasiones dio la impresión de que algunos líderes políticos se sumaron a las manifestaciones empujados por la inercia de sus bases, una delegación del movimiento izquierdista hacía acto de presencia donde cientos de personas montaban guardia a la espera de la llegada del dispositivo policial.
Primera hora de la tarde. Agurtzane Delgado llega desde un lado del hospital con un mensaje de los huelguistas. Estos, conscientes de que su expulsión es casi un hecho, llaman también a mantener la calma entre palabras de inmenso agradecimiento a esa marea humana que había rodeado el hospital y que había ejemplificado como nadie la solidaridad entre pueblos. Pero no todo eran llamamientos para evitar la confrontación. Sobre las tres y media, más o menos a la misma hora en la que Delgado transmitía el mensaje que llegaba desde el interior del hospital, el ministro de Interior uruguayo, Ángel María Gianola, advertía a la población de las consecuencias de entorpecer el dispositivo policial que él mismo había organizado. El mismo que, horas después, dispararía indiscriminadamente contra civiles indefensos. «Por favor, llamo a todos los ciudadanos de este país a que traten de alejarse de los lugares por donde circularán las ambulancias», advirtió el ministro. Sólo él sabía cuánta razón había tras sus advertencias.
Incluso los propios ejecutores, la Jefatura de Policía de Montevideo, se habían mostrado más comedidos que Gianola. En un comunicado emitido para justificar el operativo con el que se entregaría a los vascos, los mandos policiales instaban a la población a «mantener la calma y la cordura necesaria para facilitar el desplazamiento de ambulancias y policías que se encuentran cumpliendo con un mandato superior».
A pesar de estas palabras, desde las 10 de la mañana ya estaba en marcha el mayor dispositivo represivo que había conocido Uruguay en los últimos 20 años.
¡Que no quede ni uno vivo!
La convocatoria de la PIT-CNT era a las cinco de la tarde. A esa hora, decenas de miles de personas habían tomado los alrededores del Hospital Filtro. Hombres, mujeres, niños, ancianos, toda la sociedad uruguaya quería demostrar ese carácter acogedor con el que habían acompañado a los refugiados vascos desde su llegada a Montevideo. Y, especialmente, esa solidaridad que había sobrepasado los compromisos del Estado desde que aquel 15 de mayo de 1992 treinta personas fueran detenidas a petición del Gobierno español.
La tensión no paraba de aumentar. Por una parte, la de los manifestantes, angustiados ante la posibilidad de la entrega de los tres refugiados, cuyo estado de salud había caído en picado durante la huelga de hambre mantenida durante las últimas dos semanas. Por otra, la actitud de la Policía, que aventuraba que los enfrentamientos podrían producirse, aunque no de la manera en la que posteriormente se desarrollarían. Aunque los pequeños detalles ya empezaban a mostrar que algo raro enturbiaba el ambiente. Como la historia relatada por un periodista que, a las cinco de la tarde, terminaba su jornada laboral. «No te vayas, que esta noche nos las vemos con los Tupas», le advirtieron desde la barrera policial.
Los cargos políticos del Frente Amplio trataron de acordar una cordura que, ya estaba decidido, se esfumaría cuando cayese la noche. Doren Ibarra, Alberto Couriel y Carmen Beramendi, parlamentarios frenteamplistas, trataron de comunicarse con el oficial responsable del operativo, el mayor Sosa, para evitar enfrentamientos. El mando policial, con un amplio bagaje represivo que incluía el castigo contra los trabajadores del Sunca y COFE en el Palacio legislativo durante el año anterior, aseguró a los parlamentarios que no ocurriría nada. Mentía. Se comprometió a no ordenar ninguna carga sin advertir antes a los manifestantes. Volvió a mentir.
La policía carga contra la multitud
El compromiso policial se desvaneció en el mismo instante en el que Sosa aseguraba que no arremeterían contra la multitud congregada frente al Filtro. A esa misma hora, decenas de policías uruguayos cargaban sin previo aviso contra la parte posterior de los congregados. El grueso de los manifestantes, concentrados en R. Pampillo y Novas, quedó atrapado entre los coraceros a caballo y las vallas policiales. Indefensa, la muchedumbre era un blanco fácil para los golpes de sable y palazos que llovían desde la altura equina. Había comenzado la masacre de Jacinto Vera.
Resulta complicado mantener un relato coherente de lo que ocurrió aquella tarde. La historia completa la escribieron las miles de personas que habían convertido las inmediaciones del Hospital Filtro en el centro solidario con los refugiados vascos. Los retazos de las vivencias de aquellos que fueron golpeados, heridos, que corrieron para salvar su vida o que pudieron escapar sin daños forman el mosaico de una jornada negra para la historia de Uruguay.
Tras la primera carga de los coraceros a caballo, agentes a pie retomaron el ataque y embistieron con saña contra la multitud. ¿Dónde quedaba el compromiso oficial de no buscar enfrentamientos? En unos instantes, la violencia policial se reproducía por las calles aledañas al centro médico donde, por el momento, los huelguistas permanecían a la espera de ser entregados. El Bulevar Artigas fue otro de los focos donde golpeó el martillo del gobierno de Lacalle. Cientos de personas, concentradas detrás de las vallas de seguridad, recibieron los golpes de los coraceros, que abrían camino al resto del operativo, compuesto por granaderos con escudos y porras en la mano. No hubo contemplaciones. Incluso quien trató de levantar las manos, mostrando su indefensión ante los agentes, fue brutalmente golpeado.
Las primeras cargas policiales provocaron la huida general hacia el Edificio Libertad. Unos pocos manifestantes corrieron hacia General Flores, mientras que quienes torcieron en Luis Alberto Herrera quedaron atrapados en una pinza entre los efectivos represivos de ambos flancos y no tuvieron más remedio que protegerse en los talleres de los autobuses Cutcsa. Allí, a pesar de que los trabajadores trataron de cobijar y ayudar a los perseguidos, el grupo se convirtió en blanco fácil. Algunos quedaron tendidos sin conocimiento, mientras que otros fueron detenidos.
Además de las porras, los agentes del gobierno de Lacalle comenzaron a bombardear a los manifestantes con gases lacrimógenos y a azuzar a los perros contra los cientos de civiles que, indefensos, trataban de escapar de una lluvia de golpes que parecía no tener fin.
La batalla era desigual. Mientras que la lista de heridos entre los manifestantes aumentaba a cada minuto, fueron pocos los agentes que sufrieron algún daño. Uno de los coraceros a caballo fue derribado por el gentío, obligando a sus compañeros a abrirse paso a golpes para tratar de ayudarle. Otro de ellos cayó al suelo, donde recibió patadas y golpes de los manifestantes que trataban de huir. No obstante, ante las porras, los gases y los perros, el recurso de las piedras lanzadas por los congregados apenas supuso una barrera para los uniformados.
Los huelguistas, con sus ventanas dirigidas a la seccional 13, eran testigos directos de cómo la Policía apaleaba indiscriminadamente a aquellos que habían acudido a mostrar su solidaridad con ellos. Una vez en el suelo, eran cargados como sacos de patatas en una furgoneta descapotable, incluso aquellos que habían caído inconscientes.
La virulencia de la represión desatada por la Policía uruguaya había sorprendido por la violencia empleada. Por el momento, los agentes se replegaban, permitiendo que los manifestantes, con cautela y nerviosismo, volviesen a concentrarse en los alrededores del hospital. Nadie podía imaginarse que lo peor estaba todavía por llegar.
Llegan las ambulancias
A las 19:40 horas, varias ambulancias se adentraron por Bulevar Artigas hacia el Filtro, precedidas de un fuerte despliegue policial. En realidad, se trataba de un señuelo que buscaba confundir a los manifestantes, según reconocería posteriormente el propio ministro de Interior Ángel María Gianola. La comitiva podía haber escogido otra vía de entrada, pero se decidió utilizar el acceso donde se concentraba el grueso de los solidarios, quienes, siguiendo las consignas de los líderes del Frente Amplio, se hicieron a los lados para permitir el paso de los vehículos. La tragedia estaba a punto de comenzar.
Al mismo tiempo que la falsa comitiva distraía la atención de los manifestantes, las farolas se apagaron y las bengalas de la Policía pusieron el foco luminoso. Era la señal. Los agentes del gobierno de Luis Alberto Lacalle comenzaron a disparar indiscriminadamente contra el gentío. Los coches patrulla recorrían las calles y, desde su interior, los uniformados baleaban a placer. No resultaba difícil acertar cuando el blanco lo formaban miles de personas desarmadas que solo podían tratar de esconderse hasta que los policías decidiesen dejar de apretar el gatillo.
Los minutos que siguieron a la entrada de las falsas ambulancias fueron angustiosos. La Policía disparaba desde sus vehículos oficiales, mientras que granaderos y coraceros, apostados en las cercanías de la Seccional 13, junto al Hospital Filtro, volvieron a cargar contra los manifestantes. «Vamos arriba, a no dejar uno vivo», bramó uno de los efectivos.
Las balas llegaban desde cualquier posición. Unos agentes, subidos en los árboles, apretaban el gatillo camuflados en las alturas. Otros, desde la calle, podían permitirse el lujo de hincar la rodilla en el suelo para apuntar mejor el tiro. Pero no todos iban uniformados. Los agentes vestidos de civil se habían camuflado entre los manifestantes y ahora, con el arma en la mano, aterrorizaban a una masa humana que escapa horrorizada.
¿Cómo huir del fuego indiscriminado? La mayoría de los manifestantes se limitaba a correr sin orientación fija. Si no sabes de dónde llegan las balas, no puedes saber hacia dónde escapar. Otros, los menos, trataron de responder desde la desigualdad de las piedras y los cócteles molotov. «¡Hay que resistir, carajo!», era el grito desesperado entre las balas policiales.
Jon Mintegiaga. Extracto del libro El Filtro. Memorias de los refugiados vascos en Uruguay.
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