Por qué he robado | Alexandre-Marius Jacob
Del 8 al 22 de marzo de 1905 tuvo lugar en Amiens (Francia) el juicio contra la banda de Alexandre-Marius Jacob, acusada de más de 150 robos en domicilios, hoteles, castillos e iglesias. Este es el texto autoinculpatorio que Jacob leyó ante los jueces, toda una proclama política de un anarquista orgulloso de haber hecho la revolución.
Señores,
Ahora ya sabéis quién soy: un rebelde que vive del producto de sus robos. Aún más, he incendiado hoteles y he defendido mi libertad contra la agresión de los agentes del poder. He puesto al descubierto toda mi existencia de lucha; la someto, como un problema, a vuestras inteligencias. No reconociendo a nadie el derecho de juzgarme, no imploro ni perdón ni indulgencia. Nada solicito a quienes odio y desprecio. ¡Sois los más poderosos! Disponed de mí de la manera que gustéis, mandadme al presidio o al patíbulo, ¡poco me importa! Pero antes de separarnos, dejadme deciros unas últimas palabras.
Ya que me reprocháis sobre todo ser un ladrón, es útil definir lo que es el robo. Para mí, el robo es la necesidad que siente cualquier hombre de coger aquello que necesita. Esta necesidad se manifiesta en cualquier cosa: desde los astros que nacen y mueren igual que los seres, hasta el insecto que se mueve por el espacio, tan pequeño, tan ínfimo que nuestros ojos puede apenas distinguirlo. La vida no es sino robos y masacres. Las plantas, los animales, se devoran ente ellos para subsistir. Uno no nace sino para servir de pasto al otro; a pesar del grado de civilización, de perfeccionismo, el hombre no se adapta a esta ley si no es bajo pena de muerte. Mata las plantas y los animales para alimentarse de ellos. Rey de los animales, es insaciable. Aparte de los objetos alimenticios que le aseguran la vida, el hombre se alimenta de aire, de agua y de luz. Ahora bien ¿se ha visto alguna vez a dos hombres disputarse, degollarse por estos alimentos? No, que yo sepa. Sin embargo son los alimentos más preciosos sin los cuales un hombre no puede vivir. Podemos estar varios días sin absorber substancias por las que nos hacemos esclavos. ¿Podemos hacer igual con el aire? Ni siquiera un cuarto de hora. El agua forma las tres cuartas partes de nuestro organismo y nos es indispensable para mantener la elasticidad de nuestros tejidos. Sin el calor, sin el sol, la vida sería imposible.
Luego, cualquiera coge y roba estos alimentos. ¿Se hace de ello un crimen, un delito? ¡Claro que no! ¿Por qué se reserva al resto? Porque comporta un gasto de energía, una suma de trabajo. Pero el trabajo es lo propio de una sociedad, es decir la asociación de todos los individuos para alcanzar, con poco esfuerzo, el máximo de felicidad. ¿Es ésta la imagen de lo que hay? ¿Se basan vuestras instituciones en una organización de este tipo? La realidad demuestra todo lo contrario. Cuanto más trabaja un hombre, menos gana; cuanto menos produce, más beneficio obtiene. El mérito no se tiene en consideración. Sólo los audaces se hacen con el poder y corren a legalizar sus rapiñas. De arriba a abajo de la escala social no hay más que bellaquería de una parte e idiotez de la otra. ¿Cómo queríais que, lleno de estas verdades, respetara tal estado de cosas?
Un comerciante de alcohol o el dueño de un burdel se enriquecen, mientras que un hombre de genio morirá de miseria en un camastro de hospital. El panadero que amasa el pan lo tiene en falta; el zapatero que confecciona miles de zapatos enseña sus dedos del pie; el tejedor que fabrica montones de ropa no tiene con qué cubrirse; el albañil que construye castillos y palacios carece de aire en su infecto cuartucho. Aquellos que producen todas las cosas nada tienen, y los que nada producen lo tienen todo.
Ante tal estado de la cosas no puede sino producir el antagonismo entre las clases trabajadoras y la clase poseedora, es decir holgazana. Surge la lucha y el odio golpea.
Llamáis a un hombre “ladrón y bandido”, le aplicáis el rigor de la ley sin preguntaros si él puede ser otra cosa. ¿Se ha visto alguna vez a un rentista hacerse ratero? Confieso no conocer a ninguno. Pero yo que no soy ni rentista ni propietario, que no soy más que un hombre que sólo tiene sus brazos y su cerebro para asegurar su conservación, he tenido que comportarme de otro modo. La sociedad no me concedía más que tres clases de existencia: el trabajo, la mendicidad o el robo. El trabajo, lejos de repugnarme, me agrada, el hombre no puede estar sin trabajar, sus músculos, su cerebro poseen una cantidad de energía para gastar. Lo que me ha repugnado es tener que sudar sangre y agua por la limosna de un salario, crear riquezas de las cuales seré arrebatado. En una palabra, me ha repugnado darme a la prostitución del trabajo. La mendicidad es el envilecimiento, la negación de cualquier dignidad. Cualquier hombre tiene derecho al banquete de la vida.
El derecho de vivir no se mendiga, se toma.
El robo es la restitución, la recuperación de la posesión. En vez de encerrarme en una fábrica, como en un presidio; en vez de mendigar aquello a lo que tenía derecho, preferí sublevarme y combatir cara a cara a mis enemigos haciendo la guerra a los ricos, atacando sus bienes… Ciertamente, veo que hubierais preferido que me sometiera a vuestras leyes; que, obrero dócil, hubiese creado riquezas a cambio de un salario irrisorio y, una vez el cuerpo ya usado y el cerebro embrutecido, hubiese ido a reventar en un rincón de la calle. Entonces no me llamaríais “bandido cínico”, sino “obrero honesto”. Con halagos me hubierais incluso impuesto la medalla del trabajo. Los curas prometen el paraíso a sus embaucados; vosotros sois menos abstractos, les ofrecéis papel mojado.
Os agradezco tanta bondad, tanta gratitud, señores. Prefiero ser un cínico consciente de mis derechos que un autómata, que una cariátide.
Desde que tuve conciencia me dediqué al robo sin ningún escrúpulo. No encajo en vuestra pretendida moral que predica el respeto a la propiedad como una virtud mientras que, en realidad, no hay peores ladrones que los propietarios.
Podéis estar satisfechos de que este prejuicio haya calado en el pueblo ya que es vuestro mejor gendarme. Conociendo la impotencia de la ley y de la fuerza, habéis hecho de él el más sólido de vuestros protectores. Pero prestad atención; todo dura un tiempo. Todo lo que se construye por la astucia y la fuerza, la astucia y la fuerza pueden destruirlo.
El pueblo evoluciona cada día. Mirad que todos los muertos de hambre, todos los miserables, en una palabra, todas vuestras víctimas, instruidos por estas verdades, conscientes de sus derechos, armados con palancas, no vayan a asaltar vuestros domicilios para retomar las riquezas que ellos han creado y que vosotros les habéis robado. ¿Creéis que serían más desgraciados? Creo que todo lo contrario. Si se lo piensan bien preferirán correr cualquier riesgo antes que engordaros gimiendo en la miseria. ¡La cárcel, el presidio, el patíbulo! Diréis. Pero qué son estas perspectivas comparadas con una vida embrutecida, llena de sufrimientos. El minero que gana su pan en las entrañas de la tierra, sin ver jamás lucir el sol, puede morir de un momento a otro víctima de una explosión de grisú; el pizarrero que deambula por los tejados puede caer y hacerse mil pedazos; el marinero conoce el día de su partida pero ignora si volverá a puerto. Un buen número de obreros cogen enfermedades fatales durante el ejercicio de su oficio, se agotan, se matan para producir para vosotros; y hasta los gendarmes, los policías, que por un hueso que les dais a roer, encuentran la muerte en la lucha que emprenden contra vuestros enemigos.
Obstinados en vuestro estrecho egoísmo permanecéis escépticos ante esta visión, ¿no es así? El pueblo tiene miedo, parecéis decir. Lo gobernamos con el miedo de la represión; si grita lo metemos en prisión; si se mueve, lo deportamos al presidio; si sigue, lo guillotinamos. Mal cálculo, señores, creedme. Las penas que infligiréis no son un buen remedio contra los actos de sublevación. La represión lejos de ser un remedio, un paliativo, no es sino una agravación del mal.
Las medidas correctivas no pueden más que sembrar el odio y la venganza. Es un ciclo fatal. Desde que hacéis rodar cabezas, desde que llenáis cárceles y presidios, ¿habéis impedido que se manifestara el odio? ¡Responded! Los hechos demuestran vuestra impotencia. Por mi parte sabía que mi conducta no podía tener otra salida que el presidio o el patíbulo. Y podéis ver que esto no me ha impedido actuar. Si opté por el robo no fue por una cuestión de ganancias sino por una cuestión de principios, de derecho. Preferí conservar mi libertad. Mi independencia, mi dignidad humana, que hacerme artesano de la fortuna de un amo. En términos más crudos y sin eufemismo alguno, he preferido robar antes que ser robado.
También yo repruebo el hecho por el cual un hombre se apropia violentamente y con astucia del fruto del trabajo ajeno. Pero es precisamente por esto que he hecho la guerra a los ricos, ladrones de los bienes de los pobres… También yo quisiera vivir en una sociedad en la que el robo fuera desterrado. No apruebo y no he usado el robo sino como medio de rebelión para combatir el más inicuo de todos los robos: la propiedad individual.
Para destruir el efecto hace falta destruir su causa. Si hay robo es porque hay abundancia de una parte y escasez de otra; es porque todo no pertenece más que a unos pocos. La lucha no acabará hasta que todos pongan en común sus alegrías y sus penas, sus trabajos y sus riquezas; hasta que todas las cosas pertenezcan a todos.
Anarquista revolucionario, he hecho la revolución.
Venga la Anarquía.
Alexandre Marius Jacob
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