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Mario Salegi, la pasión del siglo XX

Hay vidas más intensas que otras y la de Mario Salegi es, sin duda, una de ellas. Su testimonio desentraña, en primera persona, algunos de los pasajes más intensos de la crónica vasca del siglo XX. En el centenario de su nacimiento, recordamos su figura con la introducción que hizo Iñaki Egaña a su biografía, publicada por Txalaparta en 1999.

Mario vive en Nueva York, como otros millones de norteamericanos, entre prisas y edificios tan altos que ensombrecen permanentemente las calles de su centro. Dicen que es la ciudad más cosmopolita del mundo, en donde se dan cita las modernidades y proyectos del futuro, en donde nadie conoce a nadie, a no ser que salga frecuentemente en televisión.

Su casa, en el distrito que se llama Upper West Side, a una manzana del río Hudson, la conocen, en cambio, todos los vascos y vascas que alguna vez en las últimas décadas viajaron al país de las barras y de las estrellas. Cuando vengas, llama de antemano, porque seguramente habrá alguien en casa y tendremos que hacer un sitio. Puerta abierta, frigorífico repleto y cama con sábanas limpias es su primera contribución con el viajero. Y luego la conversación. Tanto Mario como su compañera Miriam son conversadores impenitentes.

La mayoría de quienes les han visitado alguna vez saben de sus andanzas. En alguna cena, o en un rato improvisado, a Mario le gusta contar trazos de su vida que, de inmediato, relaciona con hechos más cercanos o situaciones aún por desbrozar. No rehuye el debate, ni político, ni humano, ni de ningún tipo. Es su estilo, el que le conocí y el que le conocieron tantos otros.

Estos trazos de la vida de Mario, son los trazos de la vida de nuestro país en el siglo XX. Con algunos de ellos, relacionados con la guerra civil, con el exilio, con la Segunda Guerra mundial, con el espionaje de los jeltzales o con los primeros movimientos de ETA en el exterior me encandilé como un estudiante novato, escuchando de Mario sus impresiones y sus datos. No paraba de hacerle preguntas exigiendo detalles, hasta que una buena tarde no tuve otra ocurrencia que la de proponerle hacer juntos un libro de su vida.

Hacía años que Mario acariciaba la idea que me acababa de asaltar. Y, como es habitual en él, ya había emborronado decenas de páginas con este fin. Pero sus memorias parecían menos importantes que otros tantos proyectos que rugían en su cabeza y, por eso, habían quedado aparcadas. Este, pues, podía ser un buen motivo para retomarlas.

En el invierno de 1997, Mario y su compañera Miriam llegaron a Donostia para permanecer un par de meses. Esa fue la ocasión propicia. Pasamos mañanas y tardes enteras con el magnetófono encendido, abriendo cintas que quedaban llenas sin casi apercibirnos. Bebimos litros de café, mientras yo fumaba una buena porrada de paquetes de ese tabaco que él había abandonado hacía ya diez años. En fin, abrimos la tapa del cofre de su vida como quien abre un buen y aromado vino, con la idea de no cerrarlo jamás. En la primavera de 1998 pasé dos semanas en su casa de Nueva York. De nuevo los días se hicieron más largos que de costumbre y volvimos, como a Mario gustaba decir, a remover la vida.

Con Mario logré desvelar algunos de los puntos más oscuros de nuestra historia cercana. Tuve la suerte de hacerlo, no por circunstancias lejanas, o intuiciones matemáticas, sino porque él mismo había sido protagonista de esas crónicas. Con Mario aprendí muchos conceptos de ésos que no vienen en los libros y que, para los que no somos muy avezados con la pluma, nos son difíciles de describir. Concebí, también y en profundidad, el significado de algunos términos muy sobados, como el del compromiso y el de la dignidad. Y sobre todo, le oí, repetidamente, una palabra que ya había escuchado a otros compañeros: la tribu. Se puede estar de acuerdo o no con actuaciones, con modos y formas, pero siempre hay un margen de beneficio para quien lucha y está dispuesto a dejar la piel en el intento. A ellos, raíz de nuestro suelo, fruto de cada tiempo, todo nuestro apoyo, sin ambigüedades.

Este mensaje quedó claro a lo largo de toda la entrevista. Ha quedado nítido en la misma vida de Mario. Codo con codo con comunistas, anarquistas, resistentes, abertzales de derechas o de izquierdas, incluso carlistas, Mario ha sembrado su concepto de tribu por encima de las ideologías que en cada momento han imperado. Por encima de ellas, Salegi ha definido, y sigue haciéndolo, el enemigo, tanto con rostro humano como con faz ideológica. Desde ahí el muro se hacía insalvable. El resto, pecata minuta.

En las siguientes páginas, hay mucho de relato cronológico de una vida y poco de reflexión sobre lo expresado. Al lector, como deseaba Mario, le corresponde sacar apreciaciones y meterse en esos berenjenales. Mi impresión es que poco queda por intuir. El simple relato apasionado del protagonista nos lleva al fondo de cada cuestión sin apenas esfuerzo. Es una página abierta de la historia vasca. De la mano de Mario y de decenas de hombres y mujeres que, en su mayoría, ya han desaparecido pero que, con este relato, recobran su presencia. Como hubiera dicho Mark Légasse, con ellos hasta el fin del mundo.

Iñaki Egaña, enero de 1999 (Mario Salegi falleció el 8 de abril de 2005).

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